De las 350 butacas del hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo solo 130 se adjudican de forma proporcional, acorde con la voluntad expresada en las urnas y según el criterio establecido en la Constitución, que contiene otras disposiciones que dificultan la fidelidad, más o menos exacta, entre votos y escaños. Se trata del muy elevado número de circunscripciones para el Congreso más pequeño en más de 150 años y el mayor valor del sufragio rural, pues cada provincia cuenta con como mínimo dos diputados. La distorsión se amplifica al repartirse los escaños con la regla D’Hondt, la más desproporcional de las fórmulas proporcionales según el Consejo de Estado. Sus desajustes se disparan cuando hay poco que distribuir, como en 29 de las 52 circunscripciones.
Si a los españoles se les pidiese que definieran con una palabra el régimen electoral responderían con un atronador D’Hondt. Pero sería más adecuado contestar Godzilla, el monstruo del lema de “el tamaño sí importa”. En los comicios a la Cámara Baja importa tanto que lo condiciona todo, combinado con el mapa provincial de 1833, de los tiempos del burro, trucado en 1977 en detrimento de las grandes urbes, y con el uso de ese método de asignar escaños a los partidos más hostil con las minorías, el de D’Hondt.
Desde finales del siglo XX hay consenso en la Ciencia Política en que en las generales no hay un sistema electoral, sino tres. Se encuadran entre las dos grandes familias de este mecanismo que sirve para convertir los votos en puestos de representación política. En el más clásico, el mayoritario, todo lo que hay en juego, o casi todo, se lo lleva el vencedor, o las fuerzas más grandes. La prioridad es la gobernabilidad, como pasa en el Reino Unido y Francia.
El sistema proporcional concede la primacía a la representatividad del parlamento, para que refleje a la sociedad, como en Holanda y Dinamarca, los dos estados de Europa occidental que más se acercan a ese ideal.
Según la tradición española a la actual norma electoral sería más correcto llamarle la ley Suárez
El 15 de junio de 1977 en la provincia de Soria se vivió la situación opuesta. Con el 59 % de los votos UCD sacó el 100% de los diputados, tres de tres. También logró el pleno en 1977 y 1979 en Ávila, la cuna de Adolfo Suárez, si bien allí sacó como poco un 64 %. En Soria si se hubiese aplicado una de las otras fórmulas proporcionales más comunes, las citadas Hare, Sainte-Laguë y también Drop, más beneficiosa para las fuerzas mayoritarias, el PSOE habría tenido un diputado. Con D’Hondt, se quedó en cero.
Este caso soriano aporta el ejemplo más extremo de las ventajas de los grandes partidos en el subsistema mayoritario. En estas circunscripciones de cinco diputados o menos se registró desde 1977 una desproporcionalidad con aires del Reino Unido, el modelo mayoritario por excelencia. Solo a partir del 2015, en situaciones puntuales como las de la década de 1980 del CDS en la Ávila de Suárez y donde está asentado el nacionalismo ha habido espacio para más de dos partidos.
Entre estos dos polos opuestos se encuentra el subsistema intermedio, el de las dieciséis provincias que escogen a entre seis y nueve diputados. Sus distorsiones son elevadas, sobre todo en las que tienen menos escaños, pero no tanto como en el modelo mayoritario. La desviación entre los porcentajes de votos y escaños que obtienen los partidos resulta similar a la del conjunto del sistema español y a la del que más se le parece, el portugués, sobre todo en los últimos tiempos.
Godzilla decide los itinerarios del sistema electoral español y la ruta exacta la fija D’Hondt. El cálculo de este método resulta sencillo. Se toman los votos de los partidos con más del 3 % en la circunscripción y se van dividiendo por los diputados en juego. Por ejemplo, en Cuenca, que tiene tres, se hace por uno, dos y tres. Los cocientes más altos se convierten en sillones del Congreso, como sucedió en noviembre del 2019 con los dos primeros del PSOE y con el primero del PP. Vox se quedó fuera, con el 18 %.
El régimen electoral español es como Godzilla, pues el tamaño importa tanto que lo condiciona todo
En España había la tradición de darle a la ley electoral el apellido del presidente del Gobierno, como la de Sagasta de 1890 y la de Maura de 1907. La de 1977 debería conocerse como la ley Suárez. Fue un traje hecho a su medida, con el asentimiento de la oposición. UCD perseguía la mayoría absoluta con solo el 37% que le daban sus encuestas, exprimiendo sus feudos rurales, al darles más escaños de los que les tocaban y con el sistema mayoritario para cosechar diputados en masa, mientras paliaba su debilidad urbana con el reparto proporcional, que no le perjudicaba. Era perfecto. Pero falló UCD , que sacó un 34%.
Los sucesivos ganadores se fueron beneficiando del sistema, que perpetuaron con el beneplácito de los nacionalistas que no sufrían castigos. La fuerte penalización de los pequeños partidos de ámbito español era el problema, mientras se elogiaba que se asegurase la gobernabilidad y la presencia de las principales corrientes sociales. Desde el 2015 la gobernabilidad se complicó y los desajustes siguen. No diga ley D’Hondt, diga ley Suárez.