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El PSOE de Andalucía y la fábula del Mar Muerto

Cuadernos del Sur

En su excelente ‘Historia de Roma’, Indro Montanelli, soberbio periodista italiano, escribe refiriéndose a la segunda dinastía de herederos de Octavio Augusto: “De los diez emperadores que se sucedieron en cientoventiséis años, siete murieron asesinados. Había algo en el sistema que no funcionaba y que tornaba sanguinarios hasta a los hombres dispuestos al bien; algo más decisivo que el mal hereditario que tal vez corrompía la sangre de los Julio-Claudios. Ese algo hay que buscarlo en la transformación de la sociedad romana en los tres siglos previos”.

No ha hecho falta tanto tiempo –casi dos años son suficientes– ni que rueden cabezas, aunque alguna que otra haya ido a parar a la cesta de los guillotinados por la desgracia súbita, para que los socialistas andaluces, antaño la agrupación más poderosa del PSOE federal, comiencen a caer en la cuenta de que se encuentran en una encrucijada tan imprevista como mortal. Quizás, ante el principio de su fin. Como se aproxima la fiesta de los difuntos, lo resumiremos con el lenguaje del Halloween: “No es un susto, es la muerte”.

La pérdida de la Junta de Andalucía, 36 años después de su creación, ha devastado al partido socialista en el Sur, que desde entonces se encuentra (políticamente) muerto, pero sin enterrar, porque sus dirigentes regionales, aquellos que lo llevaron al desastre, no quieren darse sepultura a sí mismos. Pasar a la oposición no tendría que implicar la desaparición del partido que esculpió, a su imagen y semejanza, la gran autonomía meridional, pero en este caso la salida del poder implica el deceso de los socialistas andaluces. En cierto sentido, se trata de un hecho natural: el PSOE andaluz no supo hasta 2018 lo que es encontrarse fuera del poder.

Nunca en toda su historia –la federación socialista andaluza se fundó en 1979– ha pasado por el trance que consiste en sobrevivir por sus medios: sin un presupuesto público que usar en su beneficio, sin casi puestos institucionales que ocupar y, lo que es más grave, sin un horizonte de futuro a la vista. Esta singularidad, entendida como una anomalía temporal por sus líderes (que cada vez lo son menos), ha terminado asentándose. Ya es una realidad duradera que no tiene visos de cambiar. A corto plazo, porque a las derechas (PP-Cs-Vox) aún tienen por delante dos años íntegros de legislatura. Y a largo, porque la obcecación de Susana Díaz en contra de cualquier intento de renovación hace menguar más cada las opciones electorales de regresar en algún momento, incluso fiándolo lejano, al Quirinale de San Telmo.

La vida es movimiento constante. Todo lo que no cambia o se adapta a las circunstancias se extingue. Poco importa el tiempo que se tome la decadencia antes de desembocar en muerte. El final está escrito de antemano. Los socialistas andaluces viven atrapados en una suerte de parábola: saben que su labor en la oposición es irrelevante y que carecen de unidad y convicción para actuar como una alternativa al gobierno de Moreno Bonilla. Esta semana, en el debate parlamentario sobre el estado de la Marisma –metáfora topográfica de la Baja Andalucía–, el presidente de la Junta le espetó a Díaz: “Su problema es su pasado”.

En efecto, el pretérito ata de pies y manos a la expresidenta, que aspira a mantener la dirección del partido y repetir como candidata en 2022 por el sistema de convertirse, tras ser expulsada del poder –las primarias las perdió antes–, al sanchismo que despreció. La todavía secretaria general de los socialistas andaluces está cada vez más sola y siente en su nuca la presión de los militantes que reclaman su defenestración para salvar a la organización del naufragio. Que éstos son legión –como los demonios de los evangelios– no es ningún secreto. El perfil absolutista de Díaz le ha granjeado un sinfín de enemigos que fueron hasta hace dos años sus aliados o sus siervos. En realidad, no hay excesiva diferencia entre ambos términos.

La novedad es que sus críticos ya no se esconden. No disimulan. Y han comenzado a moverse públicamente de cara a 2021, cuando obligatoriamente tendrá que celebrarse un congreso regional, como máximo noventa días después del federal, previsto tras el primer semestre del año que viene. Díaz, con su acto de besar el anillo (papal) de Pedro Sánchez, ha ganado tiempo, pero sus días –la retórica de la Biblia es infalible– están numerados. La prueba es que los movimientos intestinos en el PSOE andaluz se han acelerado después de que, desde Madrid, se lanzara el nombre de la primera ‘liebre’: Felipe Sicilia, diputado por Jaén, que este septiembre se propuso a sí mismo (sin el respaldo de su agrupación) como candidato a la jefatura de los socialistas andaluces.

Que Sicilia aguante el envite –tendrá que medirse con Díaz y con otros candidatos– es una incógnita. No lo es, en cambio, que su puesta de largo en el escenario bélico socialista –un señuelo para tapar la operación impulsada por parte del sanchismo andaluz para incrementar su influencia en Ferraz– ha movido unas aguas tan turbias como estancadas. Desde entonces, las iniciativas en contra de Susana Díaz se han sucedido en el ámbito local y provincial con intensidad y visibilidad más notables. La dirección del PSOE del Sur resta relevancia a estos movimientos, pero sus actos la desmienten: la expresidenta no ha dudado en nombrar gestoras para frenar el avance, palmo a palmo, de sus críticos, que van incendiando todas las provincias, sobre todo Huelva, Cádiz y su feudo capital: Sevilla.

Los sanchistas andaluces no son un bloque compacto bajo un mando único, sino una suma de tribus (belicosas) con intereses de familia contrapuestos y lealtades difusas que, sin embargo, comparten una idea: si no se saca a los susánidas ya de la cúpula del PSOE andaluz el partido no sobrevivirá. El maizal socialista en Andalucía, que ha alimentado hasta a tres generaciones distintas de las mismas estirpes, está seco pero comienza a estar poblado de hogueras cuyo fuego se percibe desde cualquier perspectiva. De momento, no importa demasiado quién vaya a ser el hombre (o la mujer) de la era post-susánida. Lo trascendente es evitar que, cuando llegue la hora del Gólgota, la fortaleza de San Vicente –la calle de Sevilla donde tiene su sede el PSOE andaluz– no sea un erial de tierra quemada.

Y la única forma de impedirlo es que la sede vaticana quede cuanto antes vacante, despejada y libre. Lo que depare el destino lo decidirán las componendas y los inevitables litigios. Ferraz, de momento, no avala ninguna candidatura concreta, pero deja hacer a unos y a otros. Las fórmulas de renovación se reducen a dos: o salida pactada o lucha a campo abierto. De la primera opción Susana Díaz no quiere ni oír hablar porque sabe perfectamente que el poder delegado no existe. O se tiene todo o se pierde por completo. El escenario más probable es el segundo, aunque la liza civil entre los socialistas puede convertirse en una matanza similar al ajusticiamiento de Calígula por parte de su propia guardia pretoriana.

La sociedad donde cohabitan las tribus socialistas meridionales, igual que la romana, ha cambiado. Ellos lloran en el exilio y los bárbaros disfrutan del foro. El miedo y el silencio de antaño han dado paso a la evidencia y al resentimiento. Si Díaz únicamente tuviera enfrente a los sanchistas andaluces tendría la posibilidad de batirse con ellos en la arena del Circo Maximus. El problema es que en su contra militan el resto de gladiadores, los pretores, los cónsules, los oligarcas, todos los patriarcas –entre ellos Chaves y Griñán, condenados por los ERE y abandonados por Díaz en sus años dorados en la colina del Quirinale– y hasta las glorias crepúsculares del socialismo andaluz, que saben que su tiempo está cumplido pero también que no podrán quedar en la historia si la organización gracias a la que medraron desaparece en un desierto cuya estación final es el Mar Muerto, en cuya orilla Sur se alzaban las urbes de Sodoma, Gomorra, Zeboím o Segor. Todas barridas por el viento de la historia.