España, una pesadilla de Pascal Bruckner
Análisis
La disputa del sufrimiento se ha convertido en la principal lucha de poder, de uno a otro extremo del arco político: de los hombres ‘perseguidos’ por el feminismo a los ‘exiliados’ del Procés pasando por los ’secuestrados’ por una huelga o los cómicos y periodistas que sufren ’linchamientos’ digitales, todos quieren cimentar su legitimidad pertrechados en la autoridad moral de la víctima. Bienvenidos a la dictadura de las plañideras
La tentación de la inocencia (1995) es un ensayo del filósofo francés Pascal Bruckner que causó bastante revuelo en su momento y que se alzó con el premio Medicis de ensayo de ese año. Editado en España en la colección Argumentos de Anagrama, el libro es un alegato contra la infantilización de las sociedades finiseculares y un encomio de la responsabilidad de los ciudadanos adultos sobre su propio devenir, así que en buena medida se entendió como una proclama de cortada neoliberal además de un reproche contra la generación X, la primera acusada de estar poseída por el complejo de Peter Pan. Bruckner, sin embargo, reivindica la condición adulta del ciudadano como condición de posibilidad de las democracias plenas frente a las puramente formales. Tampoco gustó entre la comunidad judía, porque denunciaba el abuso de la condición de víctima de las sociedades contemporáneas (el libro aborda la guerra de Yugoslavia y sus vínculos sentimentales con el Holocausto), usada como autoridad moral de libre disposición. Es decir, el sufrimiento como coartada para el abuso. En suma, Bruckner previene de un Occidente de ciudadanos y sociedades victimizados, infantilizados, que derivan la responsabilidad de cuanto ocurre a otros, que reclama constante atención para sus padeceres, fingidos o reales pero siempre sobreactuados, y por tanto, que compite por el mayor de los sufrimientos, es decir, por la mayor acumulación de razón moral. Por la mayor acumulación de poder.
Casi un cuarto siglo después, España es una auténtica pesadilla bruckneriana. Un repaso somero a la actualidad y sus argumentos nos revela que estamos sumidos en una sociedad política del llanto. La lágrima es el verdadero Trono de Hierro. El piscinazo neymariano, por explicarlo en términos futbolísticos, es el modus operandi de la vida pública española. Políticos, periodistas, intelectuales, artistas y agentes sociales, todos gesticulan dolores reales o fingidos ante el árbitro de la opinión pública buscando la aristocracia del pathos, por decirlo de forma pedante.
“La sed de persecución es un deseo perverso de ser distinguido y salir del anonimato. El certificado de maldición. El sufrimiento equivale a un bautizo, a una elevación, al reconocimiento público” (Pascal Bruckner)
Por ejemplo: El independentismo catalán tensa estos días sus costuras con la fundación de La Crida y el arranque del juicio por el 1-O, que tiene bloqueada la situación política. Por una parte, ni ERC ni PDECat se atreven a sentarse a negociar los presupuestos, obligados por una suerte de vigilia solidaria por los presos, es decir, un acto de recogimiento litúrgico con dos evidentes propósitos: en primer lugar, no ser acusados de traicionar a los miembros de un Govern que se inmolaron desafiando la legalidad en vigor y rentabilizando ese sufrimiento en forma de apoyo electoral. En segundo lugar, una suerte de competición en el sufrimiento ha germinado dentro de la pugna insomne entre los republicanos y los exconvergentes por la hegemonía política en Catalunya: el juicio del 1-O otorga el protagonismo sacrificial a Oriol Junqueras, mártir del rigorismo (por decirlo suavemente) carcelario y penal del Tribunal Supremo, razón que explica en buena medida la nerviosa hiperactividad política de Carles Puigdemont durante las últimas semanas, incluida esa inopinada denuncia que ha puesto contra sus socios del Parlament ante el Constitucional y el énfasis por la creación de un nuevo artefacto político, La Crida, cuyo corte personalista impediría que sus padecimientos de destierro queden en un segundo plano, frente a la entrega voluntaria al tormento judicial de los que sí acudieron por su propio pie a declarar ante los jueces, haciéndose responsables de sus actos políticos. Habiendo huido de la justicia, Puigdemont quedará durante el juicio desplazado del foco, suspendido en órbita geoestacionaria fuera de la atmósfera emocional catalana, y zarandeando la represión del 1-O como coartada de agravio.
“Hay un orgullo en la forma de celebrar las derrotas pasadas. Como si Dios hubiera escogido a este pueblo entre todos para ponerlo a prueba y la debacle terrenal fuera garantía de victoria celestial”. (Pascal Bruckner)
Tampoco es ningún secreto que los más conspicuos políticos de ERC y del PDECat (con excepciones que se cuentan con los dedos de una mano, y sobran varios), en cuanto se alejan los micrófonos y las cámaras, confiesan sin ambages que lo adecuado, lo inteligente y el mal menor para Catalunya tras el gatillazo de 2017 es sentarse a hacer política, acabar con el bloqueo, negociar si se puede los presupuestos y sostener en lo posible a la mayoría que metió a Pedro Sánchez en la Moncloa, antes de que la reacción nacional-católica toque poder. Pero en ambas formaciones temen que la Catalunya sentimental, dolosa –y por tanto, en aplicación de la tesis de Bruckner, infantilizada–, la que vela en amarillo por presos y huidos y se convierte en horda digital en cuanto algún líder independentista propone aterrizar en la realidad, los considere traidores a la causa. Y así están las cosas.
Pero esta sentimentalización no es ni mucho menos un atributo exclusivo o un pecado idiosincrático del independentismo catalán. Bien al contrario, es el rasgo principal de los tiempos por estos lares. La politización del dolor, en su vertiente más obscena, arranca en el cambio de siglo, cuando el entonces plenipotenciario PP de José María Aznar idea una novísima forma de enfrentarse a su némesis, el PSOE: cooptar a las asociaciones de víctimas de ETA y patrimonializar la sangre derramada. Esta estrategia exhibió sus vergüenzas tras los atentados del 11M, cuando los conservadores evidenciaron que había víctimas políticamente convenientes y otras, incómodas. De paso, quedó clara una obviedad que parece un anatema: que el terrorismo es política. Por eso no daba igual, ni mucho menos, que los muertos fueran víctimas del yihadismo que del separatismo vasco.
Desde entonces, ese nacionalismo español creciente y doliente, que explota exuberante tras el desafío independentista catalán, constituido bajo el epígrafe “constitucionalismo”, se ha ido esforzando en crear distintas victimizaciones. Una de las más rutilantes fabricaciones, germinada en la Telemadrid de Esperanza Aguirre y luego de próspera vida, fue el apartheid idiomático que supuestamente padecía la mitad de la población catalana a causa de la política de inmersión lingüística. En las escuelas o en la rotulación de los comercios, resulta que se aplicaba poco menos que una política de pogromos contra los castellanoparlantes. Así, la españolidad victimizada encontraba un vehículo.
“Un pueblo entero se zambulle en la creencia de que está condenado al sufrimiento y saca, no solo una dignidad aristocrática, sino la certeza de que todo le está permitido porque todo se le debe” (Pascal Bruckner)
Cuando la legitimidad descansa en el padecer, las agresiones no han de cesar. De ahí las zancadillas y sabotajes que el PP protagonizó contra el proceso de paz en Euskadi impulsado desde el PSOE por José Luis Rodríguez Zapatero, político de inusual afán redentor, una pugna tan intensa y rentable que, incluso después de cesar el terrorismo y disolverse ETA, en el PP se vivió un intenso negacionismo. ETA sigue, repetían (y aún repiten) viejos pesos pesados populares, como Jaime Mayor Oreja. Sin ETA no hay dolor como vehículo de poder. Para ese cometido, conviene ensanchar los límites de lo que es ETA o el terrorismo, de modo que pueda sobrevivir a la desaparición de la banda y de sus atentados, algo que se ha expresado de forma palmaria en el juicio por la paliza a dos agentes de la Guardia Civil en Altsasu, redibujado judicialmente como un acto de terrorismo.
“El antisemitismo sobrevive a su objeto, si es necesario, judaizando a los gentiles allí donde ha desaparecido cualquier presencia judía o ésta se ha reducido a un puñado de personas” (Pascal Bruckner)
Tiene sentido si consideramos, como subraya el periodista David Remartínez, que “España es la historia de una derrota: el nacionalismo español se basa en una superioridad sobre el vecino, nunca sobre el extranjero. Solo es victorioso el mito de la Reconquista, todo lo demás es Armada Invencible injustamente hundida. Hundida por el mal fario, ojo”. Un nacionalismo contra los hados, doliente. En el fondo, según explica Bruckner analizando el caso Serbio, el más peligroso.
Hay casos mucho más espectaculares que consisten en hacer pasar al verdugo por víctima. La brutal reacción iliberal, o de fascismo posmoderno, de la que escribía hace una semana en La Vanguardia el ex secretario de Estado José María Lassalle, ex asesor de Mariano Rajoy, revela cómo el camino para reivindicar valores vetustos exige la concurrencia de Bruckner en su expresión más obscena: “Vox defiende una democracia arcaica y antiliberal. Invoca un comunitarismo sentimental que funda en una idea absoluta de nación-Estado. Y quiere, para ello, brutalizar la política democrática. Anularla mediante el silenciamiento de la alteridad y la tolerancia, conceptos que desprecia porque debilitan la dialéctica amigo-enemigo sobre la que quiere refundar una política desnuda de complejos liberales y socialdemócratas”. ¿Cómo poner en pie semejante delirio? Efectivamente, victimizándose. Las tergiversaciones y mentiras promovidas desde este fascismo posmoderno pasan por convertir las viejas imposiciones de la dictadura en mártires de la democracia. Por ejemplo, defendiendo la Semana Santa porque, dicen sin despeinarse, está siendo amenazada. Es falso, claro, la Semana Santa fue de observancia obligada durante la dictadura nacional-católica, y hoy la única amenaza que padece es que la secularización propia de toda sociedad desarrollada la ha convertido en un exitazo folclórico con más turistas que devotos, un acontecimiento que los poderes públicos, lejos de perseguir, promueven, subvencionan y promocionan.
“Los que se pretenden los nuevos titulares de la estrella amarilla consideran el Genocidio no como el colmo de la barbarie (…) sino como la ocasión de distinguirse a través del infortunio, como la concesión potencial de una inmunidad o de una irresponsabilidad inalterables” (Pascal Brückner)
Más impúdica aún es la conversión en víctima del varón blanco heterosexual, con la manipulación de los datos de violencia machista para aparentar indefensión, así como de sus proyecciones de virilidad antediluviana tales como la caza, por ejemplo, una actividad regulada pero protegida en todo el país, con regímenes más permisivos o más proteccionistas según la comunidad autónoma de que se trate. El cazador como víctima. O el torero. La paradoja (y la desfachatez) es olímpica: hombres armados que matan animales son las víctimas.
Otro tanto ocurre con la corrección política. La corrección política no es más que el modo en que las sociedades progresan legislando sin legislar sobre el sentido común de la ética en cada época. Es la evolución de los límites de la moral de una sociedad que se va dotando de un código informal de conducta que alcanza allí donde la la ley no. Mucho antes de que el gobierno regulara los matrimonios homosexuales dejó de estar bien visto caricaturizarlos. Si el humor es una forma de control y reprobación social, que lo es, de ahí el éxito de los chistes de maricas en las sociedades judeocristianas, este mutó mucho antes de que la ley institucionalizara en matrimonio la libertad sexual.
Los comportamientos, juicios o humoradas que no gustan porque colisionan con ese ente difuso de normas consuetudinarias que es la corrección política reciben el reproche social, pero muy a menudo no se ejerce desde la exigencia de respeto, sino desde la condición autorizada del ofendido, una versión de la víctima moral. Parece como si uno no pudiera reprochar una conducta sin antes haberse ungido de la condecoración y la autoridad de la víctima. La paradoja es que, como en un teatrillo de futbolistas que se encaran y ambos fingen haber sido golpeados, desplomándose simultáneamente, en perfecta simetría con la victimización del ofendido aparecen los clamores del ofensor, que se reclama víctima de un linchamiento moral y digital. Los españoles dolientes son víctimas del humor de Dani Mateo y este es víctima recíproca de un juez ofendidito. Remartínez postula que “en un país infantil, las redes sirven de satisfacción vicaria. Para llorar, protestar y atizar con la otra mano escondida. En un país harto, como vimos en la primavera árabe, las redes articulan. Y en uno maduro, comunican”.
Adivinen cuál somos cuando aquí se han escrito libros enteros en primera persona del singular con el único cometido de enseñar sin pudor las cicatrices reputacionales de quien ha sido reprobado en las redes sociales, y reivindicar así el dolo moral (es decir, la dignidad aristocrática). Sin señalar con el dedo, que está feo, la promoción de algún ensayo político reciente se ha basado, con notable éxito, en denunciar, día sí, día también, la “agresión” que suponía que nombres relevantes escribieran desautorizando sus tesis.
“En el fragmento 113 de Aurora, Nietzsche pone de manifiesto, en la tortura del asceta, «una secreta voluntad de esclavizar», un deseo de distinguirse para mejor subyugar al prójimo. Discierne además en la afición cristiana a la mortificación, a hacerse daño, «una voluptuosidad del poder», «el amplio campo de excesos psíquicos a los que se ha entregado el deseo de poder»”. (Pascal Bruckner)
La lista puede ser todo lo larga que quieran: la última crisis de Podemos arranca de la victimización de quien deserta porque sus planes y su inteligencia han sido despreciados, aunque nunca fueron expuestos en los órganos del partido y por tanto nunca fueron rechazados porque no fueron conocidos. Y consecuentemente, esa jugarreta es respondida por una ejecutiva que se reclama víctima de una traición sin paliativos. El debate que se promueve es quien es la justa víctima, Íñigo Errejón o Pablo Iglesias. Todo el dilema es escoger cuál es el dolor legítimo.
A lo largo de la intensa vida interna de la aún joven formación, la victimización ha sido una constante, de modo que cabe sospechar que algo de generacional hay en ello. El propio Íñigo Errejón, un especialista, se presentó hace dos años como víctima de un ajusticiamiento digital por parte de sus compañeros (una cicatriz de la que presumía esta Nochebuena al cumplirse los dos años), inmediatamente después de haber cargado ferozmente contra un secretario general, Ramón Espinar, por cambiar a la ejecutiva regional tras ganar las primarias. Y en el rol desafiante que el partido ha desempeñado en estos años, ha estado presente su condición de víctima del stablishment económico, político y mediático, pilar central de la construcción de su identidad y de su autoridad política, como complemento indispensable de su carácter de ofensiva impugnadora. Del partido político que Manuela Carmena extrae de su vulnerabilidad de anciana no hace falta explicar mucho.
“De todos los papeles posibles, el individuo contemporáneo tiende a retener uno solo: el del bebé quejumbroso, calamitoso y gruñón. Pero no se juega al niño llorón impunemente. Hay que pagar un precio por la representación del maltratado, y ese precio es la disminución de la vitalidad, la extenuación de nuestras fuerzas, el regreso al estado de indigencia voluntaria”. (Pascal Bruckner)
En el Congreso, donde hemos oído al portavoz de ERC, Joan Tardà repetir literalmente “nosotros somos las víctimas”, el pasado diciembre los republicanos se enzarzaron en una competición victimista con Ciudadanos. Los primeros son víctimas de una agresión constante, el epíteto de “golpistas” que continuamente les lanzan, y los segundos, a su vez, padecen un golpe de estado posmoderno y a unos republicanos que los llaman “fascistas”. La presidenta de la Cámara, Ana Pastor, se pasa los plenos teniendo que conceder turnos extra “por alusiones”. Todos se sienten aludidos, ultrajados. Víctimas. La derecha parlamentaria es víctima de un conciliábulo de antiespañoles (“chavistas, etarras y golpistas”, según el bautismo victimista, al que solo le faltan los masones) que ha echado a Mariano Rajoy de la Moncloa, mientras que la acción del actual Gobierno se siente víctima del bloqueo legislativo impuesto por la derecha en la Mesa del Congreso.
“El mercado de la víctima está abierto a cualquiera, siempre y cuando pueda lucir una buena desolladura y el sueño supremo consiste en convertirse en mártir sin haber sufrido nunca más desgracia que la de haber nacido. En nuestras latitudes el individuo se concibe a sí mismo por sustracción: quitando los poderes, las iglesias, las autoridades y las tradiciones hasta quedar reducido a ese soporte minúsculo, el Yo, independiente de todos y de todo, aislado, aligerado pero también infinitamente vulnerable. Solo frente al poder del Estado, frente a ese gran Otro que es la sociedad, inquietante, inmensa, incomprensible, se asusta de verse reducido a sí mismo. Sólo le queda entonces un recurso: rehacer su sentido a partir de sus heridas, que amplifica, que engrandece con la esperanza de que le confieran una cierta dimensión y de que por fin se ocupen de él”. (Pascal Bruckner)
Da igual dónde mire uno. La sentimentalidad televisiva del mes ha caminado al lado de unos padres cuyo hijo sufrió un accidente mortal, y todo el país velo dolorosamente a la boca del pozo. En nombre del niño atrapado se ha pedido el voto para el PP, y lo ha hecho Juan José Cortés, un político cuyo único mérito conocido es hacerse famoso por haber perdido a su hija en un trágico crimen. En respuesta a este fichaje de dolor por parte del PP, Vox ha ganado para su causa al padre de Marta del Castillo, otra víctima de un salvaje asesinato. ¿Sus credenciales? Esas, es una víctima. No resulta extraño cuando uno de los cofundadores del partido es José Antonio Ortega Lara, ex funcionario de prisiones y víctima del más largo secuestro perpetrado por ETA. Mientras, las informaciones sobre el conflicto del sector del taxi se enfocan desde las víctimas de la huelga. Ni qué decir tiene que a su vez los taxistas son víctimas del neoliberalismo uberizado, y las aplicaciones tecnológicas de transporte, víctimas de la resistencia al progreso.
Esgrimía Lassalle en su pieza de la semana pasada que la democracia liberal requiere respeto por lo diverso, tolerancia y confortabilidad en sociedades formadas por gente que parece diferente, que piensa de forma diferente y que vive de forma diferente. “Éramos una democracia adolescente, y ahora nos negamos a crecer, como Peter Pan”, sopesa Remartínez. Es pues una exigencia de madurez civilizatoria dejar de vivir los mínimos inconvenientes como padecimientos. Por eso la competición por el martirio no solo es una anomalía sino un signo de degradación, de decadencia y de falta de autoestima como sociedad:
“La compasión se transforma en una variante del desprecio a partir del momento en que por sí sola conforma nuestra relación con los demás excluyendo otros sentimientos como el respeto, la admiración o la alegría. Resulta más fácil simpatizar en abstracto con gente infeliz –forma elegante de apartarlos–, puesto que simpatizar con la gente feliz requiere una disposición de ánimo más abierta, ya que nos obliga a luchar contra el obstáculo que representa la envidia. Convertir la compasión en el valor cardinal de la ciudad significa destruir la posibilidad de un mundo en el que los hombres podrían hablarse y reconocerse como personas libres. Tanto lo humanitario como la caridad buscan únicamente individuos afligidos, es decir seres dependientes; por el contrario, la política exige interlocutores, es decir seres autónomos. Una cosa produce seres asistidos, la otra requiere seres responsables. Por eso hay tantos individuos o pueblos en situación difícil que se resisten a dejarse tratar como víctimas; rechazan nuestra piedad que los humilla y prefieren salvaguardar su dignidad mediante la sublevación o la lucha antes que ser meros juguetes de la misericordia universal”. (Pascal Bruckner)
La democracia, pues, exige y apunta a la presencia de ánimo, a la entereza y a una cierta dosis de felicidad, y es incapaz de cimentarse sobre una infeliz muchedumbre de individuos gemebundos. Y eso es una buena noticia. Sonrían.