Muerte en el CIE
No es la primera vez que hablamos aquí de estas instituciones siniestras que son los centros de internamiento de extranjeros (CIE). Y en concreto el de la Zona Franca de Barcelona, el más opaco de los nueve que existen en el Estado español. Lo hicimos en enero del 2012, a raíz de la muerte de Ibrahim Sissé, de 21 años, que no recibió a tiempo asistencia médica, a pesar de haberla solicitado cuando empezó su malestar. En mayo del 2010 había muerto ahí Mohamed Abagui, de 22 años, a los pocos días de haber ingresado. Y en la noche de Reyes del 2013 murió Idrissa Diallo, de 21 años, por negligencia médica, según las organizaciones SOS Racisme y De Bat a Bat. Hace un mes, el pasado 3 de diciembre, Alik Manukian, de 42 años, se sumaba a esta lista de muertos bajo custodia del Estado: la versión policial, discutida por diversas organizaciones, lo consideró un suicidio.
Demasiadas muertes en demasiadas circunstancias demasiado poco claras. Demasiada opacidad, demasiadas irregularidades, demasiado secretismo para unos centros que son definidos por el Ministerio del Interior como "establecimientos públicos de carácter no penitenciario", en lo cuales "el ingreso y estancia en los mismos tendrá únicamente finalidad preventiva y cautelar, salvaguardando los derechos y libertades reconocidos en el ordenamiento jurídico, sin más limitaciones que las establecidas a su libertad ambulatoria" (la cursiva es nuestra). Es decir: que los detenidos son privados de libertad de movimientos y retenidos en estos centros sin que hayan sido condenados por delito alguno, sino sólo acusados de cometer una falta administrativa. En realidad, pueden estar detenidos en un CIE, según la ley, hasta 60 días (parece que prorrogados habitualmente en la práctica), a pesar de que la ley de Extranjería indica que "el ingreso del extranjero en un centro de internamiento no podrá prolongarse por más tiempo del imprescindible".
Oficialmente, pues, un CIE no es una cárcel (aunque no se sabe qué tipo de establecimiento público de carácter no penintenciario es), los internos no están detenidos (sino retenidos) y el lugar en el que están recluidos no es una celda (sino una habitación). Sin embargo, como señaló Raül Romeva, miembro del Parlamento Europeo, "son condiciones de reclusión, eso es incuestionable". Y, como manifestó Josep Sagarra, miembro de Moviment per la Pau, después de una visita (guiada y restringida) al CIE de Barcelona el pasado junio: "Los CIE son peor que una prisión. En el de la Zona Franca, las condiciones de vida son mucho peores que en la Modelo".
A pesar de que el Síndic de Greuges ha solicitado reiteradamente poder visitar el centro para verificar la existencia de irregularidades de las que ha tenido noticia -desde "las pésimas condiciones humanitarias en las que se encuentran y la violación constante de los derechos humanos, como el derecho a la integridad física y moral, a la salud, a la asistencia jurídica y social, etcétera" hasta "la existencia de posibles malos tratos por parte de los funcionarios adscritos al CIE de la Zona Franca" (como hacía constar en el informe de 2012)-, incomprensiblemente la maquinaria del Estado, desde el Ministerio del Interior hasta la Delegación del Gobierno en Catalunya, primero en manos del PSOE y ahora del PP, ha ignorado, si no despreciado, sus peticiones.
Y a pesar de que el reglamento que debe precisar el funcionamiento de los CIE es un imperativo legal desde la última reforma de la ley de Extranjería, en el 2009, ninguno de los últimos ministros del Interior, ni Pérez Rubalcaba ni Camacho Vizcaíno (PSOE) ni Fernández Díaz (PP) hicieron ni han hecho los deberes. Es más: diversas organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos han denunciado reiteradamente el limbo jurídico que suponen estos centros, en los que se encierra a cientos de personas que no han sido condenadas por delito alguno.
Por otra parte, el Parlamento Europeo (informe de enero del 2008), han denunciado que los CIE del Estado español constituyen un "sistema de detención de tipo carcelario", que "las condiciones materiales e higiénicas deplorables llevan a condiciones degradantes de detención" y que se producen "violencias perpetradas por el personal de seguridad". No se conoce una sola medida del gobierno Zapatero ni del Gobierno Rajoy que modifique aquel diagnóstico realmente demoledor. Michel Foucault ya advirtió (en 1975!) que, desde principios del siglo XIX, empieza a desaparecer de la esfera pública el espectáculo punitivo y el teatro escenografiado del castigo. A partir de entonces, sostiene, "el ceremonial de la pena tiende a entrar en la sombra, para no ser ya más que un nuevo acto de procedimiento o de administración". "Se entra", sentenció Foucault, "en la era de la sobriedad punitiva". Foucault, que tuvo una enorme lucidez para adivinar este desplazamiento del castigo, no pudo siquiera intuir entonces que el castigo penal, pronto, y los CIE son el modelo siniestro, iba a poderse aplicar, impunemente, a simples faltas administrativas. Kafka, en El proceso, fue en esto más lejos: una mañana, Joseph K. es detenido "sin haber hecho nada malo" y, entonces, empieza la pesadilla por intentar defenderse de algo que nunca sabrá lo que es. En esas estamos. Mientras no se cierren los CIE o se defina exactamente en la práctica su naturaleza "no penitenciaria", constituirán, para cualquier persona de buena voluntad, un auténtica ofensa. Y, para un Estado de derecho, un injustificable agujero negro.