Dentro de menos de una semana, Navidad. Las ciudades, iluminadas con un cierto sentido de competitividad entre ellas. Frases del tipo “como Vigo, ninguna: parece Nueva York”, pronunciadas por entusiastas que no han estado nunca en Nueva York ni piensan ir, aun pagando el viaje a plazos.
Poco antes, el black friday, importación de Estados Unidos, inauguración de la temporada de compras navideñas en muchas tiendas.
Copio: “El término black friday se originó en Filadelfia, donde se utilizaba para describir el denso tráfico de gente y vehículos que abarrotaba las calles al día siguiente de Acción de Gracias”.
Viernes negro suena un poco tristón, pero se vuelve alegre si las ventas ayudan a ennegrecer las cuentas de los negocios en el sentido de hacerles perder los números rojos.
Las luces, las músicas, las pistas de hielo… Todo ello ayuda a que sea una temporada buena para el comercio
O sea, que se presenta una temporada en la que hacemos más gastos que los ordinarios. Y las luces, las músicas, las pistas de hielo… Todo ello ayuda a que sea una temporada buena para el comercio, y eso está muy bien porque siempre me ha parecido bueno lo que ayude a que los negocios funcionen.
Lo que pasa es que con todas las luces, las fiestas, las comidas de empresa, los regalos de Navidad, los regalos de Reyes, corremos el peligro de que se nos olvide que estamos celebrando el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Y se nos puede olvidar que la segunda Persona de la Santísima Trinidad “se hizo hombre y habitó entre nosotros”. Y que eso es lo que celebramos.
Es frecuente encontrarse con personas buenas a las que las Navidades les producen una cierta tristeza, recordando a los que este año faltan porque se les ocurrió irse al Cielo. Normal, porque son fiestas de familia y si falta alguien de la familia, se le echa en falta.
Me hace una cierta gracia oír quejas sobre los cuñados, como si fueran los culpables de crear mal clima porque ya se sabe que los ‘de fuera’ siempre tienen sus cosas, que, por cierto, no son ‘nuestras cosas’.
Mi mujer tenía cinco hermanas, casadas con cinco cuñados majisimos. Yo era el sexto y quizá no era tan majísimo como los demás, pero no hacía mal papel.
Celebrando el cumpleaños de mi suegro, por casualidad nos pusimos los cuñados en el mismo lado de la mesa. Una de las hijas dijo: “Mirad, los de fuera se han puesto juntos”. El mayor de los cuñados dijo: “Yo llevo 35 años casado”. Los demás no llevábamos tanto tiempo, pero la que había hablado se puso colorada y, en un susurro, dijo: “Perdón”.
Constructores de paz, empezando, como siempre por lo pequeño. Por lo minúsculo.
Porque hay gente con ganas de bronca, desde Sánchez hasta el último cuñado. Y a esos hay que desprestigiarlos. Bastante desgracia tienen siendo así.
Por lo menos, que no nos estropeen una noche de paz, noche de amor, en la que si se nos escapa una lagrimica es porque nos emociona ver al Niño en el pesebre o porque recordamos a aquella persona a la que quisimos tanto.
Y no por las ganas de hacer daño de unos cuantos pobres que bastante tienen con aguantarse a sí mismos