El arte de reñir a los demás

He aquí el dilema: ¿hay que reñir a los demás cuando a nuestro juicio están haciendo algo mal, tal que atropellar a una pensionista, bloquear el paso en la acera o reposar los pies en un asiento de tren que ni nos va ni nos viene?

Guardaba cola en el mercado, donde atendían a un padre con su querubín, armado de una bicicleta flamente llamada a entorpecer el paso. La dependienta, señora encantadora de cierta edad –digamos que podía ser la abuela–, agasajó al niño con preguntas para que se luciera ante los presentes. Ni modo. El emperador de Roma giró la cabeza –debía de estar hasta las narices del mercado, eso lo entiendo– y no se dignó a abrir la boca, silencio que evidenciaba ese poder tiránico que otorgamos a los niños.

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PEDJA MILOSAVLJEVIC / AFP

–A ver, merluzo. Esta señora te está hablando con cariño, así que haz el puto favor de contestar o te destrozo la bicicleta.

Me hubiese gustado decir esto, como un personaje de Scorsese, pero como estaba allí su padre, sin decir nada, opté por mirar a otro lado y cerrar el pico, a sabiendas de que hay que tener una gracia y cierta habilidad social de la que carezco para reñir a un niño desconocido sin afán de comenzar la tercera guerra mundial.

Yo creo que en España no sabemos reñir en público al impertinente: o callamos o la liamos

Juraría que al niño le convenía aprender que está obligado a contestar a una señora mayor, pero... ¿quién soy yo para regalarle una lección tan oportuna?

Yo creo que en España no sabemos reñir en público al impertinente –o callamos o la liamos– y preferimos mirar para otro lado antes que hacerlo con el tacto debido, virtud que sí tienen los anglosajones gracias a la destreza con el lenguaje y a las armas que brinda la ironía. Aquí, estas cosas derivan pronto en gruñidos, gritos y graznidos, y no es plan.

De propina, reñir en público en España está asociado a gente picajosa, malhumorada o perfeccionista y hace anciano, de modo que campan gamberros, groseros y chabacanos a los que nadie se atreve a amonestar no sea que se reboten y salgan con edadismos.

–¡Si no fuese porque podría ser mi padre!

Y a ver quién es el cívico que les responde:

–Pude, pero no quise...

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