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La fantasía de J. D. Vance

EL PATIO DIGITAL

La epifanía neonazi del sábado en el Madison Square Garden colocó a la célebre sala neoyorquina como tendencia mundial durante toda la jornada del domingo, por supuesto, por estos lares, al lado de la resaca racista del clásico del Bernabéu, de la que nada interesante se puede decir porque ninguna sorpresa provee a un observador neutral de las vicisitudes que acompañan, una semana tras otra, al deporte rey. El candidato Donald Trump eligió para su gran evento en Nueva York un indumento negro con corbata dorada que los más perspicaces observadores interpretaron como un guiño a los colores del grupo ultraderechista neofascista Proud Boys. 

El acto republicano del domingo en Nueva York 

Brendan McDermid / Reuters

La rima de este evento con el mitin nazi que el German American Bund organizó en este mismo lugar el 20 de febrero de 1939 no escapó a nadie. Por supuesto, la diferencia más notable entre un evento y otro, con 85 años de distancia, no fueron los mensajes, un discurso ultranacionalista sobre la pervivencia de lo genuinamente americano prácticamente idéntico en uno y otro caso, sino que en 1939 había cinco veces más antifascistas manifestándose fuera del Madison Square Garden que simpatizantes nazis dentro escuchando los mensajes bajo un escenario presidido por una gigantesca imagen de George Washington jalonado por dos gigantescas esvásticas. 

La ciudad de Nueva York, ya entonces gran megaciudad global y rompeolas en el que convivían culturas procedentes de todo el planeta, interpretó de forma sagaz que aquel elogio nacionalista de una condición genuina de lo americano era en realidad una impugnación de lo que ese bosque de rascacielos encarnaba y, en último término, de lo que los Estados Unidos de América, en tanto utopía de Europa, querían representar ante el mundo para el siglo XX. Y mucho antes de que el gobierno del país se decantara oficialmente como enemigo del nazismo alemán –en muchos sentidos, el antinazismo es el verdadero símbolo de la identidad estadounidense desde 1945–, la ciudad que nunca duerme abanderó una respuesta inequívoca contra los mensajes que el activista nazi Fritz Julius Kuhn vertió en el estadio de la Octava Avenida. Incluso un joven fontanero judío, Isadore Greenbaum, que se había colocado en el acto, saltó al escenario y fue reducido de forma contundente cuanto trataba de interrumpir el mitin nazi. En 1939 Nueva York dijo no. Hoy, no tanto. 

El inequívoco sentido del acto del trumpismo en Nueva York, que remite a la pesadilla de la novela The man in the high castle (El hombre en el castillo, 1962), de Phillip K. Dick, lo despejó el candidato a vicepresidente por el partido republicano J.D. Vance, señalando, respecto a las arengas ultranacionalistas del acto de Trump, que Nueva York corre el riesgo de perder su carácter estadounidense por culpa de su diversidad: “Cuando pienso en Londres, ya no me parece totalmente inglesa, ¿verdad? Nueva York es, por supuesto, la ciudad americana clásica, pero creo que, con el tiempo, Nueva York empezará a parecerme menos americana”.

No hace falta un ejercicio de documentación exhaustivo ni un programa de fact-checking para saber que lo genuinamente neoyorquino es la diversidad, que la no-identidad es su identidad, lo genuino de la ciudad es la ausencia de lo genuino, que la mezcla racial, cultural y social por la proximidad de las comunidades afroamericana, oriental, irlandesa e italiana y, con el tiempo, también hispana, que se ha ido reduciendo con los años, al menos en términos de renta, debido a los precios de la vivienda y a la atracción que la ciudad ha ejercido sobre todo el planeta durante un siglo, es lo que identifica a la Gran Manzana.   

Pero si rascamos un poco, la ensoñación de J.D. Vance es aún más enajenada, pues el Nueva York que se convirtió en capital del mundo durante el siglo XX no es más que la quintaesencia de lo que las urbes han representado en la historia de la humanidad, el punto de encuentro de los distintos, el lugar donde los diferentes conviven, trabajan y comercian, el resumen de los pueblos conocidos en afanosa actividad. Vance, que ha probado sus graves problemas de la relación con el mundo real, desconoce el papel mismo de la ciudad en la historia de la cultura, la religión y las naciones, su condición de desafío a los dioses por su pragmatismo pagano, por su substancia de caos ordenado. De Babel a París, de Sodoma a Londres, de Roma a Nueva York, la condición de lo urbano es la negación de la identidad, o la identidad de lo múltiple. 

Esa paradoja es la que la convierte en la gran creación de la humanidad. En la puesta de largo del nuevo medio Watif, capitaneado por el periodista Emilio Domenech, el escritor y ensayista Jorge Dioni López reflexionaba sobre la condición de lo urbano: “Los dos mayores inventos de la humanidad son el lenguaje y la ciudad, y los dos existen por una misma razón: para que nos relacionemos unos con otros”. Lo opuesto a la vana ilusión de Vance.

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