Un clásico del buen vendedor es entrar en un viejo colmado buscando una espumadera y salir de allí con unas babuchas, un batín, dos ollas a presión y un caldero con fregona. Y sin la espumadera. Porque mientras una parte del oficio presumía de darte exactamente lo que querías en las mejores condiciones, otra llevaba a gala ignorar tus necesidades y crearte otras nuevas en su propio beneficio. Bien, eso es, de forma cada vez más acentuada, el mercado digital de la atención. Una compañía automovilística ha hecho suyo el chiste, cuando un hombre que sale a comprar el pan vuelve a casa habiendo comprado un coche nuevo, sin el pan y se muestra incapaz de explicarle a su pareja cómo ha podido pasar y por qué.
Anoche fue tendencia en España el hastag #LasRedesDelTerror por la emisión del programa de Salvados en el que Fer González, Gonzo, entrevistaba a Arturo Béjar, responsable de moderación para Facebook e Instagram, quien explicó con todo lujo de detalles cómo la compañía permite y potencia conductas de abuso, explotación y hostigamiento a menores, fingiendo que hace lo contrario.
Y a pesar de la gravedad de los casos de vulnerabilidad denunciados, el asunto trasciende con mucho el drama de la pederastia, el bullying y la protección del menor en las redes sociales. De algún modo, la exposición de los menores usuarios, convertidos en mercancía, solo es una mínima fracción del juego del ratón en el laberinto en el que se han convertido todos los proveedores de servicios digitales, merced a un yugo invisible llamado algoritmo que no solo condiciona sino que impide el desempeño libre de los usuarios, que somos un planetario mercado de carne humana.
Sexo y niños es una dupla que en sí misma pone los pelos de punta y tiene la capacidad de alertar hasta al más conspicuo de los hombres tranquilos, pero no refleja las dimensiones reales del asunto. Solo es una minúscula parte de él.
Por eso quizá la forma más elocuente de observarlo sea añadir al más estremecedor de los delitos –el que se produce contra la infancia y del que daba cuenta el programa– el más banal de los engaños, el de salir de casa buscando una baguette y regresar sin ella y con un automóvil nuevo. Porque justo ese es el funcionamiento de cada plataforma proveedora de contenidos, de cada red social y de cada buscador: todos sin excepción son una escalera de M.C. Escher, en la que por más peldaños que descendamos, siempre estamos en el lugar que nos quiere el arquitecto del trampantojo. El mapa del mundo digital es una paradoja, un laberinto de paneles móviles en el que tomamos decisiones que jamás nos conducen al destino pretendido.
La red es un espejo mendaz que devuelve a la sociedad una imagen falsa, aberrante, purulenta y desaprensiva de sí misma
¿Nunca se han preguntado por qué, con una tecnología de inteligencia artificial gratuita (es decir, la más pedestre de las disponibles) capaz de hacernos canciones, vídeos y hasta novelas, los contenidos recomendados de, por ejemplo, Youtube o Spotify, supuestamente adaptados a nuestros gustos, parecen tener el mismo conocimiento de ellos que una madre comprando ropa a su hijo adolescente? Como diría el ensayista Jorge Dioni López, no es un error del modelo, es el modelo.
Los motores inteligentes, como el laberinto de paneles móviles, no funcionan mal porque no están pensados para darnos satisfacción, sino para vendernos un Škoda en lugar de la barra de masa madre. Y sí, atrapan a niños en redes de acoso sexual, convencen a torpes usuarios de Facebook de que lo mejor para reflotar el decadente Imperio Británico es abandonar la Unión Europea y masajean y refuerzan cualquier prejuicio racial o pensamiento paranoico que el despreocupado navegante posea, acaso acallado, en el fondo de su cerebro inconsciente.
La red –la biblioteca de Alejandría de la totalidad del conocimiento humano– se está convirtiendo a velocidad de vértigo en un espejo mendaz, deforme, que devuelve a la sociedad una imagen falsa, aberrante, purulenta y desaprensiva de sí misma con tan creciente intensidad que a duras penas somos capaces de emanciparnos de ella y recordar quiénes somos, o quiénes solíamos ser: lo más lejos que ha llegado la especie humana en términos de compasión, solidaridad y progreso científico, social, político, económico y moral.
Quizá por esa neutralidad desaparecida resulte hoy tan simpática la plataforma de navegación de Filmin, que se limita a proporcionar la guía del sencillo, eficacísimo y primario serpa de los inicios de Internet, el hipervínculo –cada nombre de actrices, actores o cineastas es un enlace que abre todo el catálogo disponible de títulos vinculados a ella o él–, combinado con lo que un curador de museo llamaría una constante “reinterpretación de la colección” en función de estudios, épocas, géneros, subgéneros o asuntos. Y se abstiene de deducir por nosotros qué nos va a gustar.
Porque la corrupción de los amables guías para la navegación y proveedores de sugerencias ha alcanzado ya a los buscadores que, de pronto, como si se hubieran vuelto imbéciles, parecen incapaces de dar con contenidos que hasta hace no tanto hallaban sin problemas, por literales que sean las búsquedas. Preguntas por pan y te ofrecen coches.
Recuerden siempre que, en toda fábula moral, el mecanismo de perversión de la inocencia triunfante –de Alicia en el país de las maravillas a La historia interminable, pasando por Star Wars o El señor de los anillos– es convencer al héroe de que, en el fondo, está tan lleno de ruindad y vileza como el enemigo al que pretende derrotar. Así que cuando miren a ese Dorian Gray al óleo, demacrado y pútrido, recuerden que no somos como nos pintan, que ayer también fue tendencia #HuelgaDeAlquileres. Somos muchísimo mejores. Ustedes y yo.