Recuerdos de verano

Recuerdos de verano

En mi época de universitario solía estudiar por la noche con la radio encendida. En una ocasión, entre canción y canción, el locutor recitó un poema que empezaba así: “Porque conocía el nombre de los peces, aun de los más raros, y el de los caladeros, y las señas de las lejanas rocas submarinas…”. El poema hablaba de un niño al que los pescadores de su pueblo dejaban revolver en sus cestas, lo llevaban con ellos en sus barcos y le contaban historias de “los días confusos, cuando el mar de borrosos contornos es solo como un cascote de vidrio semienterrado en el fango”. Tenían esos versos algo hipnótico, irresistible, que te mantenía en suspenso, y la gratitud de ese niño que se había ganado la confianza de unos adultos despertaba en mi interior alguna emoción olvidada.

CARLOS BARRAL

 

Malcolm Otero Barral

El locutor mencionó el nombre del autor, que no me era desconocido. De Carlos Barral yo sabía que, además de editor y poeta, era el propietario de L’Espineta, una taberna mítica de Calafell. Estaba (y sigue estando) a pie de playa, en una de las pocas casas de pescadores que no sucumbieron a la especulación inmobiliaria, una edificación sencilla, cuadrada, de dos pisos, con las ventanas de arriba protegidas por persianas alicantinas. Aunque entonces no hacía ni diez años que se había inaugurado, daba la impresión de ser antiquísima, eterna, tal vez porque a su alrededor todo eran edificios modernos surgidos de repente. Las paredes eran blancas, relucientes. Por la noche se asomaban a ellas las salamanquesas, que permanecían al acecho de los insectos junto a la tenue luz amarilla de los fanales. Sobre la entrada había un madero con el nombre del establecimiento, que evocaba al mismo tiempo el viejo instrumento musical y la raspa de un pescado. El interior, con las paredes repletas de fotografías y pinturas de motivos marineros, transmitía una vaga sensación de horror vacui. Lo recuerdo siempre en penumbra, con mesas de mármol y sillas de mimbre, con una columna en el centro que dificultaba los movimientos al camarero. Había velas iluminando los rincones. A modo de palmatoria usaban botellas cubiertas de chorretones de cera. En una repisa se apiñaban las más antiguas de ellas, con un revestimiento de cera que duplicaba su tamaño.

Yo espiaba a Carlos Barral en L’Espineta, sin atreverme nunca a saludarle ni decirle nada

Yo veraneaba con mi familia a muy pocos kilómetros de allí. Alguna vez, después de un paseo por la playa, me había sentado en la terraza de L’Espineta a tomar algo. A partir de ese verano lo frecuenté más. Barral estaba siempre por ahí, delgado como un rejón, ataviado solo con una camisa de manga corta y un bañador minúsculo, la barbita de chivo refulgiendo sobre el cutis bronceado, la cabeza protegida por una gorra de marinero. Yo lo espiaba desde la distancia, sin atreverme nunca a saludarle ni decirle nada. Podría, por ejemplo, haberle dicho que había leído todos sus libros y que me sabía de memoria algunos de sus poemas. O que ese mismo curso había hecho un trabajo sobre su poesía. O que gracias a él había descubierto a otros poetas de su generación. Pero no, no le decía nada. La propia admiración que le profesaba me tenía medio paralizado y, como mucho, me atrevía a buscar sitio en una mesa próxima a la suya para escuchar de tapadillo las conversaciones que mantenía con veraneantes ilustres, como Juan Marsé y Ricardo Muñoz Suay.

El último recuerdo que conservo de Barral es el de la noche que entró en L’Espineta algo alterado porque había tenido que enfrentarse en la playa a unos tipos que intentaban robar un catamarán. Estaba enfadado. Estaba enfadado con esos tipos pero también consigo mismo, por haberse lanzado a defender una causa que no reconocía como propia. “En el fondo, ¿qué me importa a mí esa gente?”, refunfuñaba, refiriéndose a los veraneantes, responsables en definitiva de la desaparición de su paraíso de infancia, el viejo Calafell de los pescadores que le dejaban revolver entre los pescados, “tocarlos uno a uno, sopesarlos, y comentaban conmigo abiertamente las sutiles cuestiones del oficio”. El Barral de mi último recuerdo tenía la estampa soberbia de un marinero de leyenda. Nadie podía imaginar que fuera a morir cuatro meses después, en diciembre, con solo sesenta y un años. Yo, que soñaba con sentarme alguna vez a su mesa de L’Espineta, ya nunca participaría en sus tertulias.

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