El destino de Idoia

El destino de Idoia

La historia central de Las fieras, la estupenda novela de Clara Usón recién aparecida, gira en torno a la figura de la etarra Idoia López Riaño, la Tigresa, cuyos crímenes le valieron una condena a más de dos mil años de prisión. Dos mil años son muchos años, pero es que López Riaño, que solo admite haber matado a dos personas, intervino directamente en atentados que costaron la vida a veintitrés. Todo eso ocurrió en veinte vertiginosos meses. Después López Riaño desapareció durante un tiempo de la circulación y, tras ser detenida en Francia, pasó más de veinte años en la cárcel. En el 2017 salió definitivamente en libertad. En la actualidad, según algunas fuentes, vive en el sur de Francia y colabora con una asociación humanitaria sin ánimo de lucro.

A la Tigresa, que cometió su primer asesinato con apenas veinte años, le atribuye Clara Usón una vocación infantil de bombera. Me pregunto qué acontecimiento crucial de la adolescencia la alejó de esa primera vocación suya y la convirtió en una terrorista, condenándola a vivir como tal al menos hasta que, cumplidos los cincuenta y tres años, terminó de pagar sus deudas con la sociedad. ¿En qué momento una persona deseosa de salvar vidas decidió que no “debía­ conformarse con salvar unas pocas vidas cuando podía salvar a un pueblo entero”?

Imagen de archivo de Idoia López Riaño, histórica terrorista de ETA

 

Efe

La pregunta de en qué momento se decide el destino de una persona nos la plantea a menudo la literatura. Si la novela Patria ha seducido a tantos lectores es, entre otras cosas, porque está llena de momentos así, momentos que determinan para siempre el destino de un puñado de personas, fueran víctimas o victimarios o allegados de unos u otros. No es el único libro en el que Fernando Aramburu habla de eso: también lo hace en Los peces de la amargura, Años lentos, Hijos de la fábula… Y no es, por supuesto, Aramburu el único que ha escrito sobre eso: también lo han hecho Bernardo Atxaga­, Iban Zaldua, Aixa de la Cruz, Edurne Portela…

La incorporación de jóvenes a la organización terrorista seguía casi siempre el mismo patrón: primero se frecuentaban grupitos que compartían el mismo sentimiento de inadaptación, de ahí se pasaba a participar en manifestaciones y actos de protesta, luego se empezaba a colaborar con la kale borroka… Todo ocurría muy rápido. Cuando el chico o chica quería darse cuenta, estaba ya en alguna carretera del sur de Francia, a la espera de que alguien de ETA se hiciera cargo de él y le señalara un objetivo. Para entonces su vida no tenía ya vuelta atrás: intervendría en quién sabe cuántos atentados más hasta que la policía lo acabara deteniendo. Después, ya en la cárcel, tendría tiempo de preguntarse en qué momento de su juventud su destino había quedado marcado de forma irreversible.

¿En qué momento una persona deseosa de salvar vidas decidió que “podía salvar a un pueblo entero”?

Otra de las preguntas que esos libros plantean es qué pasa por la cabeza de esos jóvenes cuando acceden a acercarse a un ciudadano cualquiera y le descerrajan un tiro en la cabeza. Durante los años noventa estuve varias veces en el bar Frontón, uno de los clásicos de Tolosa. Fue ahí donde, algo más tarde, en el verano del año 2000, el socialista Juan María Jáuregui fue asesinado de dos tiros en la nuca. Quienes hayan visto Maixabel, la estremecedora película de Icíar Bollaín, recordarán las conversaciones de la viuda y los asesinos dentro de un programa de justicia restaurativa. El etarra interpretado por Luis Tosar, inicialmente remiso a participar en esos encuentros, acaba derrumbándose: ¡por supuesto que no sabían quién era Jáuregui!, ¡y tampoco sabían que por sus actividades antifranquistas había pasado más de un año en prisión!, ¡a ellos les habían dicho a quién tenían que matar y ellos se habían limitado a cumplir órdenes…! No muy distinta es la confesión de Idoia López Riaño recogida en Las fieras : “Nosotros no matábamos personas. Yo no había visto a aquellos hombres en mi vida. Ni siquiera sé qué cara tenían”. Solo así se entiende que fueran capaces de matar a tanta gente a sangre fría.

Dentro de poco más de un mes se cumplen quince años del último atentado mortal de ETA. Por un lado, se diría que ocurrió ayer mismo y, por otro, da la sensación de que todo aquello queda ya muy lejos, en la antesala del olvido. Qué bien que novelas como esta de Clara Usón se ocupen de mantener vivo el recuerdo de aquel fenómeno atroz.

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