La mimosa, todavía
La mimosa comparece de nuevo a la cita. Este año, a causa de la sequía, lo hace con un esfuerzo enorme, difícil de comprender. ¿Cómo puede la vida florecer entre tanta escasez y sufrimiento? En los jardines resecos o en los bosques castigados por el sol de invierno y la falta de agua, algunas mimosas se han secado, otras florecen anémicas, pero otras muchas han celebrado, como siempre, su festival amarillo.
Como ocurre a menudo con las cosas inefables, Pablo Neruda solo consiguió hablar del color de la mimosa florecida por aproximación negativa: el amarillo de la mimosa, decía, no se parece ni al oro, ni a la piel de limón, ni a la retama ni al color de las plumas del canario.
Un árbol símbolo: la belleza que ilumina el escenario de la desolación
Neruda veía la mimosa (que en Chile llaman aromo) como una nube de olor, una montaña de luz, un pabellón construido con miel, sol y aroma. A veces, la mimosa le parece la catedral del polen, pero también la profunda ciudad de las abejas. Son muchas las comparaciones que aporta Neruda a la forma y a la impresión que suscita este árbol florido, pero ninguna de estas comparaciones puede cazar el color de la mimosa. Neruda acaba definiendo la mimosa como una explosión de perfume, una cascada, una cabellera. La atracción de esta melena amarilla es tan irresistible que hundiríamos en ella la cabeza, la camisa, el corazón para confundirnos con su olor.
Durante muchos años, la mimosa era para mí el grito infantil que anticipaba, en el corazón del frío invierno, la alegría primaveral. Pero ahora que el invierno es cálido, baldío y portador de amenazas catastróficas (¡la corriente del Golfo se detiene!), el estallido amarillo de la mimosa me parece un grito de esperanza. No debe confundirse la esperanza con el optimismo, sino con el coraje y la rectitud moral que las dificultades reclaman. La mimosa es ahora el símbolo de la belleza que ilumina el escenario de la desolación.