Oriente Medio, alerta máxima
La guerra en Gaza se ha vuelto más regional que nunca en las últimas 72 horas y la espiral aviva el temor del desbordamiento de Oriente Medio, cuyos equilibrios resisten aunque difícilmente lo podrán seguir haciendo al ritmo de los últimos acontecimientos. La violencia, inherente a toda guerra, acapara el protagonismo y complica la labor diplomática, urgente y perentoria. Por un lado, Israel eliminó el martes con un dron a uno de los cabecilla de Hamas, Saleh al Aruri, en Beirut, lejos pues de Gaza y en territorio de un Estado independiente y ajeno –en teoría, que no en la práctica– al conflicto.
Conviene recordar que la plana mayor de la organización terrorista no reside en la franja, sino en terceros países como Líbano, Qatar o Turquía, un privilegio al que no tienen acceso los dos millones de palestinos de Gaza, en cuyo nombre perpetró Hamas la matanza del 7 de octubre. Es la primera vez que Israel ha reconocido implícitamente haber atacado un objetivo militar fuera de sus fronteras desde el comienzo de la contienda. Su mensaje es nítido: ningún lugar del mundo será seguro para los responsables del 7 de octubre.
Al ritmo de las últimas 72 horas, la diplomacia tendrá complicado limitar la guerra a Gaza
El segundo atentado se produjo el miércoles en el mismísimo Irán, donde dos explosiones en el cementerio de Kermán mataron a casi un centenar de personas. Asistían a la conmemoración del cuarto aniversario del asesinato en Bagdad del general iraní Qasem Soleimani, por obra de un dron estadounidense. Teherán ha dado por hecho que es obra de su particular “eje del mal” (Estados Unidos e Israel), mientras que Washington aludió a una posible autoría del Estado Islámico, que ayer reivindicó el atentado.
En otro episodio alarmante, el Gobierno de Irak acusó ayer a la coalición internacional que lidera EE.UU. del ataque
–también con un dron– que mató a tres milicianos proiraníes en el este del mismo Bagdad.
Irán ha hecho saber mediante sus altavoces que responderá a estas agresiones con “fuertes represalias”, aunque, señal positiva, ha adoptado un lenguaje lo suficientemente ambiguo como para no garantizar un aumento sin límites de la escalada, que tiene en el sur de Líbano y la frontera norte de Israel su principal tablero (las milicias de Hizbulah, dirigidas por Irán, campan en esa zona de Líbano aunque, de momento, no han secundado la guerra abierta que deseaba Hamas). Su segunda rampa está en Yemen, donde los aliados hutíes lanzan misiles contra Israel y hostigan a los mercantes en una zona vital del comercio mundial.
El 7 de octubre ha reavivado las contradicciones de una región muy dividida en la que todos los actores mundiales tienen intereses. Cuando Arabia Saudí y el Estado de Israel se disponían a reconocerse, llegó la matanza de Hamas, que abortó una alianza adversa a Irán, símbolo del islamismo chií en rivalidad histórica con las otras ramas de esta religión. Los aliados de EE.UU., como Egipto, Jordania o las monarquías del Golfo, tienen dificultades para desentenderse de las muertes de civiles en Gaza. Al mismo tiempo, son los primeros interesados en evitar que Irán
aumente su protagonismo y exporte sus métodos y objetivos (la desaparición de Israel, entre otros). De ahí, el temor cardinal de EE.UU. a que la guerra en Gaza dinamite el statu quo
y encienda en llamas la región, sinónimo de crudo y rutas
comerciales.
En paralelo, el primer ministro israelí, Beniamin Netanyahu, ha sufrido este semana una desautorización grave del Tribunal Supremo –otra prueba de que Israel es una democracia–. Aliviar las penurias de la población palestina, acortar al máximo las operaciones militares –dentro del legítimo derecho israelí a acabar con el liderazgo de Hamas en Gaza– y perfilar un plan sobre el futuro de los territorios palestinos ayudarían a evitar el temido desbordamiento.