No sé ustedes, pero yo necesito un respiro. Después de tantas semanas de angustia por lo de Israel y Palestina, de crecientes sospechas (que no comparto, pero hoy dejémoslo) de que Rusia va a ganar la guerra en Ucrania, de contemplar la estupefaciente historia del fantástico Javier Milei, después de todo esto, y más, fue con alivio y cierto júbilo que leí este jueves sobre el inminente ocaso de la pareja de famosos más repelente del mundo.
Me refiero a Harry y Meghan, tema de fascinación para casi la misma cantidad de habitantes planetarios que la destrucción de Gaza, la agonía de Zelenski o si el loco salvará o acabará con la Argentina. La comedia (sí, basta de tragedia) comenzó hace cuatro años cuando el nieto de la entonces reina Isabel II y su flamante esposa actriz decidieron abandonar la Pérfida Albión, y sus pérfidos periodistas y su pérfida monarquía en búsqueda de la paz y de “la privacidad” en la Costa Oeste de Norteamérica.
Pocos habitantes de las islas lamentaron su huida, pero fueron recibidos –inicialmente– en las antiguas colonias de su majestad con lástima y con admiración, como si se hubiesen exiliado de un atroz régimen dictatorial. Desde la mansión californiana con 18 baños a la que se mudaron lloraron, y lloraron y no dejaron de llorar. “Somos víctimas de la avaricia, de la frialdad, del rencor, del racismo de nuestros ilustres y ricos y malvados parientes”, repetían una y otra vez ante las cámaras de televisión, en sus podcasts, en sus libros confesionales.
Harry y Meghan han entrado en declive, pierden la magia; son objeto de burla en EE.UU.
Y funcionó. Se forraron. Un contrato de 100 millones de dólares con Netflix, otro de 20 millones con Spotify. La autobiografía de Harry, escrita por un leal cortesano llamado Omid Scobie, fue un best seller mundial. Se codeaban con las celebrities de Hollywood y más allá, con George y Amal Clooney, Oprah Winfrey, Kevin Costner, Elton John, Idris Elba, los Beckham. Todos sonreían con ellos en las fotos, pero todos sabían que, en el fondo, Harry y Meghan sufrían, y compartían su dolor. Y no veían nada contradictorio en que hablaran pestes de la institución de la monarquía pero a la vez insistiesen en que se les llamara “los duques de Sussex”, y a sus dos niños “príncipe” y “princesa”. Al contrario, la aristocracia vende bien en la poderosa república americana, y venderse bien es lo que los famosos de Estados Unidos más valoran y mejor saben hacer.
Solo que ahora Harry y Meghan han entrado en declive, pierden la magia. En vez de ser objeto de veneración, son objeto de burla. Un buen día Estados Unidos despertó y vio que el duque y la duquesa estaban desnudos.
Todo empezó a ponerse patas arriba hace unos meses cuando la comedia televisiva South Park se mofó de ellos (“el príncipe tonto y su esposa estúpida”) en una sátira de 20 minutos titulada “el tour mundial de la privacidad”. Alarmado, Harry buscó refugio en su tierra natal. Voló a Inglaterra a participar en la coronación de su padre, Carlos III y, para su sorpresa, pero la de nadie más, fue condenado a los asientos de atrás, a la Siberia del protocolo real.
No han conseguido que cale la idea de que Carlos y Catalina son culpables de racismo
Regresó a la mansión de los 18 baños, donde Meghan le comunicó la devastadora noticia de que, primero Netflix y luego Spotify les habían cancelado sus contratos. Esta semana entendimos exactamente por qué. La única publicación que Harry y Meghan leen, The Hollywood Reporter, les condenó a la lista C de los famosos con una frase demoledora: “En el 2020, el dúo real huyó de una vida de servicio público ceremonial para sacar provecho de su estatus de celebridad en Estados Unidos. Pero después de un documental quejica en Netflix, una biografía quejica y un podcast inerte, la marca de Harry y Meghan se infló hasta convertirse en una burbuja santurrona que pedía a gritos ser reventada”. Un ejecutivo de Spotify se sumó a la pedrada. Los denunció como “un par de putos estafadores”.
Las calamidades se sucedieron una tras otra. Una encuesta de opinión en Estados Unidos indicó que la celebrity más popular de ese país era… el príncipe Guillermo, el heredero al trono inglés, el hermano mayor con el que Harry hace tiempo que no habla. Después, el oleaginoso Omid Scobie, ansioso por exprimir la última gota de dinero de su cercanía a Harry y Meghan, escribió un libro en el que mencionó los nombres de los dos miembros de la familia real que supuestamente eran los racistas a los que había aludido la pareja en una entrevista de televisión tres años atrás.
La acusación se basa en que, cuando Meghan se embarazó, estos dos personajes habían especulado sobre el color de la piel del futuro niño. Scobie los identificó como el rey Carlos y la futura reina Catalina, la esposa de Guillermo, objeto número uno de odio de Meghan. El problema es que todo el mundo cree que Meghan y Harry animaron a Scobie a nombrar a Carlos y Catalina. El otro problema es que, aunque fuera verdad que tuvieron dicha conversación, no ha calado la idea de que los dos sean culpables de racismo.
Meghan se identifica como “negra”, aunque pocos lo dirían a primera vista, o sin haber visto primero a su madre, que claramente sí lo es. Harry es más blanco que la harina. Con lo cual, como en el caso de cualquier pareja de futuros padres con rasgos físicos diferentes, algunos familiares se preguntaron cómo saldría el bebé. Lo que mató la polémica fue la intervención de Chris Rock, el cómico negro más conocido de Estados Unidos. “Eso no es racista”, dijo. “Hasta la gente negra quiere saber de qué tono de color café serán sus bebés”.
El último desastre a la vista, casi tan grave como la posibilidad de que Harry tenga que mendigar dinero a su papá, es que se dice que los Clooney, Costner y compañía ya no quieren salir en la foto con el dúo ducal. Una productora de Hollywood explicó a The Times de Londres que el mercado británico es importante para los actores norteamericanos, y que nada mejor que la presencia de Guillermo y Catalina en los estrenos de sus películas: “Por eso ya nadie quiere ser visto en público como un amigo de Harry o Meghan”.
Ya está. La farsa se acaba, buena noticia para el mundo, grata lección, señal de que están bajando un poco los niveles de estupidez. Ahora, si se pudiese acabar la farsa Trump también… pero, no, perdón. Dejemos eso para otro día.