Pese al ejemplo que están dando hoy España y EE.UU., hay países que se oponen a la corriente antidemocrática global. Dos de ellos celebraron elecciones en los últimos días. Uno fue Argentina; el otro, Liberia, fundada por esclavos liberados procedentes de EE.UU. en 1847.
En ambos casos la lección la dieron los candidatos perdedores, Sergio Massa en Argentina, George Weah en Liberia. Y en un contexto general en que ya no se puede dar por hecho que los políticos vayan a aceptar los resultados electorales. Weah: ¿el nombre les suena a los futboleros? Es el único jugador africano que ha ganado el Balón de Oro, galardón que hoy ostenta, por enésima vez, Messi. Aquello fue en 1995, cuando Weah jugaba para el AC Milan. En el 2017 fue elegido presidente de su país.
Esta semana, tras unas elecciones muy reñidas, concedió la victoria a su rival. El margen de votos entre los dos fue mucho menor que el que separó a Joseph Biden de Donald Trump en las últimas elecciones en EE.UU., pero, a diferencia de Trump, que aún insiste en haber sido el ganador, Weah no dudó.
Dirigiéndose a la nación el lunes por la noche, declaró: “Hace unos minutos hablé con el presidente electo Joseph N. Boakai para felicitarle por su victoria (…) Reconozcamos que el verdadero ganador ha sido el pueblo de Liberia”. Weah celebró el haber ayudado a romper “el estereotipo de que el traspaso pacífico del poder era imposible en África occidental”.
Es difícil no pensar que tuviera en mente el país de sus antepasados. Fue como si le estuviera diciendo a Estados Unidos en general, y a Trump en particular: “Vean, seremos pobres y algo caóticos, pero valoramos los intereses de nuestra gente por encima de los de políticos egoístas”.
No sé si Massa guardó sentimientos irónicos similares cuando concedió la victoria a Javier Milei el domingo pasado. Es verdad que el margen de su derrota fue irrefutable, pero hubo algo admirable en la celeridad con la que reconoció la verdad de los hechos. Llama la atención la diferencia con la insistencia de Trump y sus devotos en seguir propagando su gran mentira tres años después. Yo quiero creer que Massa sí pensaba en Estados Unidos, y quizá España, la antigua madre patria, también.
Cuando se votó en Argentina solo habían pasado tres días desde que el alquimista Pedro Sánchez había convertido su derrota de julio en las urnas en el oro de su investidura como jefe de un nuevo gobierno de coalición. La reacción inmediata de la derecha española fue la de un mal perdedor. Massa, en cambio, eligió la difícil opción de presentarse como un buen perdedor. Llegada la hora de la verdad, respetó la Constitución. Se comportó como un adulto.
La derecha española ahí sigue hoy, fiel al manual del infantil Donald Trump: niños jugando con fuego, exaltados sin razón. Con la astucia y perseverancia que lo caracteriza, Sánchez armó su heterodoxa alianza y ahora repite como jefe de Gobierno siguiendo las reglas del juego. Game over. Pero la derecha, el Partido Popular y su engendro frankensteiniano, Vox, no lo quieren ni creer ni aceptar. Sentados en sus sillitas altas, patalean. “¡No me gusta, no me gusta, no me gusta!”. Y tiran papilla al suelo.
Los candidatos perdedores en Argentina y Liberia, Massa y Weah, han dado una lección
Desafortunadamente, la metáfora solo sirve hasta cierto punto. En la vida real se presentan peligros más graves que el mal rato que un bebé haría pasar a mamá y papá.
Esta semana vi en directo aquí en las afueras de Barcelona un ejemplo de la campaña nacional de rechazo al nuevo Gobierno: un autobús en cuyos costados habían montado una foto de Sánchez luciendo un bigote hitleriano, vestido con un uniforme nazi. Leí tres mensajes, en letras grandes: “¡Sánchez dictador!” “¡Sánchez traidor!” y, jugando con las siglas del PSOE, “¡Partido Sánchez Odia España!”.
Es obvio quiénes son los que más se aproximan a las tropas de asalto de Hitler de principios de los años treinta. Estas consignas invitan no solo al odio, sino a la violencia. Si se acepta la premisa de que “Adolf” Sánchez ha tomado el poder en “un golpe de Estado”, como no dejan de clamar muchos políticos de derecha, entonces lo lógico, lo valiente y lo moral sería recurrir a las armas en defensa de la democracia. No es que ni yo ni nadie prevea, espero, un alzamiento a lo Franco en 1936, pero solo se requiere que un par de locos se tomen literalmente estos mensajes para que se cometa un atentado contra Sánchez o uno de sus supuestos cómplices “golpistas”. Sorprendería que no se hubiesen fortalecido las medidas de seguridad suyas y las de los integrantes más visibles de su alianza electoral.
¿Por qué juegan con fuego la derecha española y la de Estados Unidos, donde llevan tiempo hablando de una posible guerra civil? Porque se dan el lujo de creer que pueden, ya que son países prósperos donde demasiados dan por hecho que la democracia es el estado natural de las cosas, no algo que se debe proteger. Liberia, en cambio, viene de un pasado reciente de tiranías y guerra civil y han aprendido allá a valorar la paz y las libertades democráticas. En Argentina parece que también. El recuerdo no es tan lejano de un golpe de Estado de verdad.
Sumando ironías, el presidente electo Milei es representado por varios medios de comunicación en España, EE.UU. y otros países como si él fuera Hitler, como si los argentinos hubiesen dado un giro electoral hacia el fascismo. Es cierto que Milei se presta a la caricatura, pero también es cierto que el enfant terrible está aprendiendo a pasos acelerados que gobernar es cosa de gente mayor.
El PP y su engendro frankensteiniano, Vox, no quieren ni creer ni aceptar la victoria de Sánchez
Hubiera resultado increíble hace apenas un mes que Milei hubiera respondido a una llamada del papa Francisco, como hizo esta semana, refiriéndose a él como “Su Santidad” e invitándolo a una visita oficial a su país. Antes lo había descrito como un “imbécil comunista”. El presidente electo va entendiendo que no tiene más remedio que moderar su retórica y colocar adultos a su lado, como el expresidente Mauricio Macri, el flamante cardenal Richelieu de la política argentina.
Está de moda en el resto del mundo decir que hay que llorar por Argentina. Bueno, el tiempo dirá. Pero hoy por hoy hay más motivos para llorar en las supuestamente maduras democracias de España y Estados Unidos.