Consignas que destruyen

Cada vez que hay elecciones, hablamos en los días y semanas posteriores de cómo analizamos el resultado. Es el modo en el que las personas nos dejamos (¿inconscientemente?) compartimentar. Y optamos, sin duda, entre formas de organización en ejes: sea el de derecha e izquierda, ricos y pobres, hombres y mujeres, urbanos y rurales, etcétera. Todo se deja compartimentar porque segregarnos es útil –y ya no digo cuando se consigue la autosegregación–. Toda fórmula de clasificar a la sociedad sirve a quien vive de dividirla.

Doctorow escribió en El libro de Daniel que “las revoluciones nunca son traicionadas, simplemente son rematadas”. Se hacen para que sean otros los que viajan en business. Debemos preguntarnos por qué es siempre el otro grupo el malo. Elijan uno cualquiera, tenemos amplia paleta en oferta de colectivos a los que despreciar, si así nos hemos dejado programar. Ya tenemos formación, consciente e inconsciente, para hablar del “otro” como alguien nocivo, débil, egoísta, algunas veces simplemente porque es eso: “el otro”.

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No es fácil vivir en la incomodidad, pero una vida madura puede merecer asumirla, si se está equipado de buena información, una cabeza clara, serenidad y temple para ofrecer calidad en la respuesta, esto es: en una que no debe ser inmediata. La clave está en pasear, deambular pensando sin ir armado ni armándola. No crispar. Pensar a quién sirve qué cosa. El cui prodest latino que Cicerón utilizaba para hacernos reflexionar sobre a quién beneficia.

Qué cansado es pensar. Qué incómodo y necesario. Además, qué duro, exigente y maravillosamente liberador es pensar tan coherentemente como uno pueda, sin consignas. Pensar sin la tribu. Asumir el frío fuera. A la gente se la destruye con consignas.

Vean Tár, la película de Todd Field. Y escojan dos tipos de clavos. Elijan no solo los que van a utilizar para crucificar a alguien: añadan al paquete aquellos que, tarde o temprano, van a ser utilizados contra su cuerpo. La escena donde se quiere cancelar a Johann Sebastian Bach roza lo sublime. Tiene precio: vivir (bastante) solos.

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