Cuando tenía cinco años y vivía en Argentina, mi capacidad de análisis político era incluso más limitada que hoy. Pero aquel pibito porteño tenía su sensibilidad. Recuerdo mi primer viaje de Buenos Aires a Madrid con especial nitidez. Fue ir de la modernidad al pasado, del color al blanco y negro. Argentina era un país cool ; España, un país paleto.
Hoy es al revés. Pocos países han decaído más desde los años sesenta que Argentina, pocos han avanzado más que España. Durante mi infancia, a los españoles los llamaban los gallegos, habitualmente agregando el adjetivo brutos. Eso ya no vale. España se ha transformado en tiempo récord en un país moderno europeo, progresista en lo social, solvente en lo económico.
Respecto a los derechos de los homosexuales y la igualdad de las mujeres, los españoles no han tenido que envidiar ni a los holandeses. Bajo la dirección de una ministra de Economía de clase mundial, los números para la inflación y el crecimiento están superando a los de casi todos los países de la Unión Europea, Alemania incluida.
Hoy, a una semana de las elecciones generales, las encuestas indican que un sector de la población española capaz de decidir el vencedor aspira a regresar en el tiempo a la época del paleto en jefe, Francisco Franco. La apuesta más realista hoy parece ser que pronto tendremos una coalición de gobierno entre Vox, el partido de los españolitos cabreados, y el Partido Popular que lidera el gallego Alberto Núñez Feijóo.
A los devotos de Vox el experimento con la modernidad no les ha sentado bien. Por eso desean volver a una España en la que se censuran obras de teatro con temática gay (“mariconadas las mínimas”, podría ser su consigna), en la que se criminaliza a partidos políticos que no juran lealtad a la bandera, en la que se vuelve a centralizar todo el poder en la capital, en la que (¿recuerdan?) jovencitas que desean acabar con un embarazo tendrán que viajar a Londres para abortar.
En el 2013, tras quince años en España, me fui, precisamente, a Londres. Pero siempre con la intención de volver. Más orgulloso de mi mitad española que de mi mitad británica, les decía a mis amigos ingleses que no solo se vivía mejor en España, sino que en la política era el único país de Europa en el que la extrema derecha no pintaba nada. La experiencia reciente del franquismo, les explicaba con didáctica solemnidad, había espantado a aquel fantasma.
El PP no se quiere quedar atrás en fervor patriótico y propone recuperar la bendita ley de sedición
La extrema derecha inglesa impulsó el Brexit y decidí regresar a la civilización española. Al poco rato se me abrieron los ojos. Vi la enormidad de la brecha entre los españoles como seres sociales y como seres políticos. Tan simpáticos, nobles y generosos en el día a día, cuando metían los pies en terreno político demasiados se volvían locos.
Veamos, por ejemplo, la respuesta del Partido Popular y sus fieles al brote de independentismo catalán. Más obsesionados con tener razón (“¡por mis cojones!”) que con dar con una solución, chillaron e insultaron y recurrieron a su medieval ley de sedición para meter a gente en prisión y crear mártires y hacer que muchos catalanes que habían estado en paz con la Corona descubriesen una vena de nacionalismo antes desconocida.
España hizo el ridículo ante los ojos del resto de Europa. Se empezó a murmurar en las capitales del continente que quizá el vecino del sur no era tan moderno como se había pensado. Pero llegó Pedro Sánchez al poder al frente del Partido Socialista y se enderezó el rumbo. En vez de otro paleto, Mariano Rajoy, en las reuniones de Bruselas, el presidente del Gobierno español representaba a España en el exterior sin complejos. En vez de echar gasolina al fuego indepe , Sánchez echó agua fría. Retórica suave, indultos a los presos, fin de la ley de sedición. Se calmó Catalunya: un problema menos para el Gobierno central.
Pero la calma en la política, la serena gestión, no les va a muchos millones de españoles, parece. Prefieren disfrutar de esa sensación de superioridad moral que les propina la indignación. Necesitan carne cruda, y eso es justo lo que Vox les da, entre otras cosas, cuando se declara a favor de ilegalizar a los partidos independentistas, garantía de inestabilidad no solo en Catalunya sino en el País Vasco. Y como el PP no se quiere quedar atrás en muestras de fervor patriótico, propone que si gana las elecciones volverá a imponer la bendita ley de sedición. O sea, de soluciones, nada. Si para ganar hay que incendiar, a incendiar.
Con lo cual la brecha se amplía hoy, como nunca en los veinticinco años desde que vine a vivir a Barcelona, entre la España sagaz que sabe vivir como nadie y la España idiota que concibe la política como un duelo a garrotazos. Pero, pero… no pierdo la esperanza. Presiento que aunque gane las elecciones una coalición PP-Vox –un golazo para el independentismo más radical, por cierto–, se acabará recuperando la tendencia iniciada tras la muerte de Franco.
Vox no sobrevivirá a la exposición a la luz, igual que su contraparte en la izquierda, Podemos, no ha podido. A Podemos le fue bien mientras jugaba a la política en la oposición, como hoy juega Vox. Ambos con estilos similares. Dueños de la verdad, siempre rabiosos, eternamente reclamando la preeminencia moral. Pablo Iglesias, la figura más visible de Podemos desde su erupción hace una década, es otra caricatura más del españolito cabreado, diferente solo porque proviene de la izquierda. Pero Podemos entró en coalición con el Gobierno de Sánchez y delató su inmadurez. Se vio que su prioridad no era tanto la felicidad del proletariado como la infelicidad de la burguesía, a la que media España pertenece y media España aspira a pertenecer. Y ahora, adiós.
Vox no sobrevivirá a la exposición a la luz, igual que su contraparte en la izquierda no ha podido
La repentina popularidad de los extremos que representan Podemos y Vox es la consecuencia, creo, de una cierta complacencia que ha poseído a parte del electorado español. La democracia ya no está en peligro, se ha pensado, ya no es joven y frágil, y ahora desde la madurez podemos darnos el lujo de ser frívolos. Vox es una frivolidad y un anacronismo a estas alturas de la historia española. Quizá tengamos que aguantarlos un tiempo más, incluso en el gobierno, pero dentro de no mucho diremos, creo, que representó el último espasmo de muerte de la bestia franquista.