Leí esto hace unos días: “Tras rodear la compañía se abatieron sobre el enemigo… despojando a los muertos de su ropa… y dando tajos y más tajos a los cuerpos desnudos, arrancando extremidades, cabezas, destripando y sosteniendo en alto grandes puñados de vísceras, genitales…”
No. No es el testimonio de un mercenario ruso del Grupo Wagner en la guerra de Ucrania, aunque podría serlo. Con perdón a los que les he arruinado el desayuno, es un extracto de una de las grandes novelas en inglés del siglo pasado, Meridiano de sangre, de mi ídolo literario Cormac McCarthy.
Leía el libro el sábado pasado y me detenía a ratos para seguir en las noticias el avance del motín de Yevgueni Prigozhin, el jefe del grupo mercenario Wagner, contra su amo, Vladímir Putin. Oscilé todo el día entre un mundo ficticio y el mundo real hasta que me costó distinguir entre uno y otro. Meridiano de sangr e es la historia de una banda de mercenarios estadounidenses, contratados por las autoridades mexicanas a mediados del siglo XIX para exterminar apaches. Sus dos líderes, John Joel Glanton y el juez Holden, se fundieron en mi mente en las figuras de Prigozhin y Putin, exterminadores de ucranianos, carniceros de una crueldad y de un cinismo sin límites.
Los protagonistas de McCarthy son abominables y el texto que cito es repelente, aunque típico de las descripciones de violencia que recorren el libro. Pero no hay que apartar la vista. El libro ofrece un retrato fiel de la maldad humana, del lado bestia del Homo sapiens desde la era neolítica como mínimo, pasando por los bárbaros y los romanos, los vikingos, los hunos, los mongoles, las cruzadas medievales, los conquistadores, los aztecas, hasta los nazis, Stalin, los cárteles mexicanos.
Y ahora les toca a los cárteles rusos, a los mercenarios de Prigozhin que matan a sus víctimas a martillazos, que, según un reportaje en The Sunday Times la semana pasada, castran a sus prisioneros; a los misiles que lanzan los esbirros de Putin sobre edificios residenciales y, el martes de esta semana, sobre una pizzería, terrorismo cuyo impacto en la carne humana pondría a prueba la capacidad descriptiva del más audaz novelista.
Un buen amigo estuvo en esa pizzería cuando cayó el misil. Hubo once muertos y 56 heridos. Él, Sergio Jaramillo, se salvó por pura casualidad. Sufrió solo heridas leves en un brazo y una pierna. Jaramillo fue el artífice de la paz en Colombia, brazo derecho del presidente Juan Manuel Santos durante las negociaciones que acabaron en el 2016 con 50 años de guerra civil.
El plan de Prigozhin y de Putin era ganar dinero, pero ahora, por rabia o por placer, matan por matar
¿Por qué los rusos lanzan misiles contra gente inocente e indefensa? Fácil. Porque pueden. Igual que la banda salvaje de McCarthy, el plan inicial de Prigozhin y de Putin fue ganar dinero. Pero ahora, sea por rabia o por placer, matan por matar. Nihilismo, nada más. No hay ningún valor estratégico en bombardear a la población civil. No les va a minar la moral a los ucranianos, sino todo lo contrario.
Es que, además de malvado, Putin es estúpido, como lo fue el macabro John Joel Glanton de McCarthy, basado –ojo, Vladímir– en un personaje real que acabó muerto y en la ruina. Quizá Putin no siempre fue estúpido. Alguna astucia debe haber tenido para poder amansar durante dos décadas a un país, la mitad de cuyos habitantes viven en la pobreza, mientras él y sus compinches se hacían fabulosamente ricos. Como corresponde a un capo mafioso, ha sabido alimentar su poder y sus cuentas bancarias con una gestión bien dosificada de soborno, miedo y mentiras. Luego algo le pasó, algo le hizo pensar que tenía que lograr más todavía. Que debía imitar las hazañas imperiales de la figura histórica que, como es bien sabido, es su modelo para seguir. Vladímir el Pequeño iba a ser Pedro el Grande pero acabó siendo Vladímir el Bobo.
Aislado y divorciado de la realidad, como suele pasar con los dictadores, se convenció de que podría “desnazificar” y conquistar Ucrania en cuestión de días, de que los habitantes de Kyiv saldrían a las calles a recibir a sus soldados liberadores con flores. Demasiado tarde se dio cuenta de que Ucrania no se iba a rendir, de que su ejército era una panda de inútiles, de que los únicos militares rusos capaces de combatir eran los de Prigozhin, muchos de ellos criminales recién liberados de la cárcel. Putin dejó que Prigozhin eligiera todos los asesinos y violadores que quisiera para llenar sus filas. Le dio mil millones de dólares para financiar sus masacres. Le dio demasiado poder.
Y, como ocurre con las mafias –vienen a la mente los cárteles de Sinaloa y de Jalisco– se acabaron peleando entre sí. Por dinero, claro. El factor clave en el levantamiento de Prigozhin, como se ha descubierto en los últimos días, fue que el ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigú, ordenó a principios de junio que el Grupo Wagner debía incorporarse al ejército regular. O sea, adiós a los mil millones.
Una bestia fuera de control, Prigozhin delató las mentiras sobre las que Putin había construido su edificio de poder. Cuando Putin acusó a Prigozhin de clavarle un puñal en la espalda, se refería menos al motín que al pecado de haber roto el código de omertà y haber dicho la verdad sobre la guerra de Ucrania: que el motivo en el que siempre había insistido Putin para la invasión, que Ucrania y la OTAN amenazaban con invadir Rusia, era falso. Muchos rusos se lo habían creído, como se lo creyeron los tontos útiles de la extrema izquierda y la extrema derecha fuera de Rusia. Y varios gobiernos de América Latina también.
La verdad, entendida por latinoamericanos como Sergio Jaramillo, es que de geopolítica esto tiene poco; que de criminalidad y de maldad, un montón. Jaramillo lidera una campaña llamada “Aguanta Ucrania”, a la que se han sumado unos cien escritores e ilustres varios “para levantar la voz de América Latina en solidaridad con el pueblo ucraniano”.
Cuando Putin acusó a Prigozhin de traidor, se refería al pecado de decir la verdad sobre la guerra
¿De qué se trata todo esto? En parte, en lo superficial, de una contienda entre Occidente y Rusia. Entre democracia y tiranía también. Pero ante todo, lo que hay en juego en Ucrania es algo mucho más elemental, lo mismo que nos señala la obra maestra de Cormac McCarthy: la lucha eterna de la barbarie contra la civilización. A ver si todo el mundo se entera de una maldita vez.