El desfile de la derrota
Supongo que estos días habrán visto imágenes de Putin en la plaza Roja de Moscú durante la celebración del día de la Victoria, la ceremonia que conmemora el triunfo de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi. Cuando las tropas de Zhúkov y Kónev tomaron Berlín a sangre y fuego y plantaron la bandera roja sobre las ruinas del Reichstag.
Aunque, en realidad, el país que ganó aquella guerra dejó de existir hace mucho tiempo y salió con el rabo entre las piernas de una historia en la que había entrado a bombo y platillo en 1917. Prodigiosamente, un día la Unión Soviética estaba allí y al siguiente ya no estaba, y lo que quedaba de la “patria de los trabajadores” había perdido de una tacada la condición de superpotencia y gran parte de su imperio colonial, incluida Ucrania.
El propio Putin certificó su defunción con una frase que hizo fortuna al decir que “el hundimiento de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo”. Es posible que tuviera razón, aunque tal vez la catástrofe estuviera más en la súbita aparición de la URSS, que en la disolución de un sistema que no dejó nada tras de sí: ni principios, ni códigos, ni instituciones; tan solo las bases de un capitalismo sin entrañas, nacionalismo de la peor especie y una profunda sensación de vacío.
Por eso la victoria sobre Hitler sigue tan presente en Rusia. Porque es lo único que queda digno de celebración; lo único que la memoria puede oponer a décadas de tiranía, a la conversión del país en la mayor colonia penitenciaria del planeta y a lo que vino después en los “años del caos”.
Lo que fueron los salvajes noventa de robos y asesinatos, de expropiación criminal de las propiedades estatales al dictado de los economistas de Chicago, de mafias y oligarcas, de fugas de talento y de capitales como no se habían visto desde la revolución de Octubre.
Eran los días en los que la nueva aristocracia poscomunista, miembros de los servicios secretos y de los aparatos de poder esquilmaban la riqueza del país mediante inauditos flujos de dinero hacia la City de Londres, Chipre o cualquier paraíso offshore ante el regocijo de Occidente.
Todavía este mes de mayo, al dirigirse al público desde la tribuna, Putin parecía rumiar lo que él y millones de sus conciudadanos vivieron como una amarga humillación. Vestía un abrigo negro con una escarapela roja en la solapa y estaba rodeado de ancianos cubiertos de medallas, mientras desgranaba su memorial de agravios frente al mundo, rencoroso y victimista.
Putin vacilaba entre la amenaza y la adulación a los leales, pero era el discurso de un perdedor
El tipo de discurso que le dio el poder, basado en su determinación de recuperar no se sabe qué prestigio luchando contra chechenos y georgianos, aparentando “hacer frente a los americanos”, o dirigiendo ahora, con una peligrosa mezcla de furia y torpeza, la guerra contra Ucrania.
La mirada clara y fría exhibía firmeza, la voz tenía un campanilleo funcionarial y su actitud mostraba la pesada desenvoltura de los políticos en el poder, que vacila entre la amenaza y la adulación a los leales, pero era el discurso de un perdedor.
Y lo era no porque haya llevado las fronteras de la OTAN hasta Finlandia, a un tiro de piedra de San Petersburgo, ni porque la campaña rusa en Ucrania ponga de manifiesto las insospechadas debilidades de una maquinaria militar tenida durante décadas por invencible y que ahora parece colapsada por problemas de suministro, errática, vacilante y en manos de pintorescas partidas de mercenarios.
Lo es porque, como dice Karl Schlögel, para todos aquellos que hemos simpatizado con el destino de Rusia, ver el callejón sin salida al que Putin ha arrastrado al país supone algo peor que una de esas decepciones a las que uno debe resignarse en la edad adulta.
Un callejón que acaba con las esperanzas de las muchedumbres de todas las nacionalidades exsoviéticas que se opusieron al golpe de Estado de 1991 y que, alborotadas, volcaron y profanaron el busto de Dzerzhinski, el director de la siniestra Checa, en Moscú; que colgaron a Lenin del cuello en Tallin y en Kyiv bajaron su estatua del pedestal y la metieron en una jaula (como él había hecho con sus conciudadanos) dejando tan solo las botas vacías.
Por eso, como existe una estatua de Putin en Moscú que le representa con kimono de judo y un león a sus pies, sugiero que cuando acabe todo esto (que acabará) mis amigos rusos la resignifiquen colocándolo haciendo el pino, en homenaje a lo que él mismo ha hecho con la dignidad del pueblo ruso. Al león pueden dejarlo como está.