Podemos lamentar no vivir en tiempos mejores, decir que las cosas pasadas eran mas llevaderas, que el mundo camina hacia el precipicio. Cada generación tiene sus contradicciones y cada siglo, sus guerras. Clara Campoamor fue la que impulsó con éxito el voto de la mujer en la II República mientras que Victoria Kent, otra mujer progresista de los años treinta, no era partidaria porque temía que el voto femenino podía ser influido por la Iglesia e inclinarse hacia el conservadurismo.
Campoamor ganó el debate y Kent lo perdió. Las mujeres votaron por primera vez en las elecciones de 1933, que ganaron las derechas. Releyendo las actas de las Cortes republicanas de octubre de 1931 se aprecia la dialéctica de las dos diputadas republicanas que defendían lo mismo pero con planteamientos distintos. Campoamor decía, con razón, que el voto era un derecho innegable de toda mujer y Kent también lo consideraba así, pero que por el bien de la República era preferible aplazar el voto femenino. Decía Kent que, “dentro de los mismos partidos y de las mismas ideologías, hay opiniones diferentes”.
Aquel debate en las Cortes republicanas fue furibundo y hoy nos parece desfasado, inaceptable y muy anticuado. Pero si con algo me quedo de aquella disputa entre dos mujeres lúcidas y progresistas es el estilo, el respeto y la elegancia en sus argumentaciones.
Es lo que echo en falta en el lenguaje de las facciones feministas, que no se disputan el derecho al voto sino cómo debe interpretarse ideológicamente el feminismo en una España con un gobierno de coalición de izquierdas.
Las discrepancias ideológicas son compatibles con el respeto al adversario
Sobran gestos innecesarios, gritos, ataques personales, pancartas insultantes y falta más talento político y más conocimiento de las derivadas jurídicas de las leyes. Y, sobre todo, falta respeto al adversario. George Steiner decía que estamos completamente rodeados de un nuevo analfabetismo, el analfabetismo de los que pueden leer palabras ásperas y palabras de odio y de relumbrón, pero que son incapaces de comprender el sentido del lenguaje en función de su belleza o de su verdad.
No hay palabras inocuas. Los insultos alimentan el odio.