Infundios y patrañas

Infundios y patrañas

En Fake news, el libro en el que Daniel Gascón analiza en clave jocosa los últimos años de la política española, un chico de Vox y una chica de la CUP viven una apasionada historia de amor. En un momento dado, el chico declara candorosamente: “Aunque somos muy distintos, hay cosas en las que estamos de acuerdo. Por ejemplo, en la libertad de expresión. Yo creo que no habría que dejar que ella hablara, ella piensa que no habría que dejar que yo hablara”.

Sí, ya sé que es una reducción al absurdo, pero no deja de ser cierto que ese afán por censurar lo que no queremos oír se ha convertido en el signo de los tiempos. A mí, sin ir más lejos, pocas cosas me harían más feliz que silenciar al bocazas de Donald Trump, al que los dueños de las principales redes sociales solo le bloquearon las cuentas por su continuada incitación a la violencia durante el asalto de hace dos años al Capitolio. Hasta donde sé, Elon Musk, el segundo hombre más rico del planeta (fastídiate, Elon, ya no eres el primero), le ha devuelto su cuenta de Twitter y los mandamases de las otras redes se están planteando seriamente seguir sus pasos.

El problema es que el mundo ha cambiado y, salvo en autocracias como Rusia o China, en las que la capacidad de ejercer la censura la siguen teniendo los gobiernos, en las democracias occidentales los que pueden ejercerla son precisamente esos mandamases, que ocupan la posición que ocupan por el simple poder del dinero y no porque nadie los haya votado en unas elecciones. Estamos en manos de los Musk y los Zuckerberg, que son los que, en nombre de la lucha contra la desinformación, deciden qué es lo que se puede decir y lo que no.

Una persona lee en su ordenador portátil una noticia falsa, en Madrid (España), a 5 de noviembre de 2020. El Gobierno ha aprobado un procedimiento de actuación contra las conocidas como 'fake news' mediante el cual monitorizará la información y podrá solicitar la colaboración de los medios de comunicación para perseguir la

 

Jesús Hellín / EP

Eso sí, puestos a censurar, hay que procurar hacerlo con discreción, no vaya a ser que se consiga un efecto contrario al apetecido. Le ocurrió a Barbra Streisand cuando denunció a un fotógrafo que, entre fotos de muchas otras casas, había colgado una de la suya de Malibú. Esa foto, que antes de interponerse la demanda casi nadie había visto, fue vista por cientos de miles en los días inmediatamente posteriores. 

A Barbra el tiro de la censura le salió por la culata. De ahí que se hable del efecto Streisand, del que existen múltiples ejemplos en la red, incluidos algunos avant la lettre y con miles de años de antigüedad, como es el caso del faraón Akenatón, que, precisamente porque todo rastro de su existencia fue minuciosa y sistemáticamente eliminado por su sucesor, acabaría convirtiéndose en uno de los objetos de estudio predilectos de los egiptólogos.

En fin, algún día tendremos que preguntarnos en qué medida internet, ese pretendido espacio de libertad irrestricta, ha servido para mejorar o empeorar la democracia. Todo empezó cuando descubrimos que, por obra y gracia de internet, lo que siempre había sido un comentario de barra de bar podía acabar convirtiéndose en una proclama lanzada desde el ágora. Las denuncias por ataques contra el honor y la intimidad proliferaron, y los odiadores y manipuladores profesionales optaron por escudarse en el anonimato para seguir escupiendo su bilis. Las sofisticadas técnicas de viralización hicieron lo demás: quedaba inaugurada la era dorada de las fake news y los bulos. 

Nunca antes habían sido tan abundantes ni se habían difundido con tal rapidez; nunca antes había resultado tan difícil establecer la delicada línea de demarcación entre la defensa de la libertad de expresión y el derecho a una información veraz.

Estamos en manos de los Musk y los Zuckerberg, que son los que deciden qué se puede decir y qué no

Si solo se tratara de combatir infundios y patrañas, nos enfrentaríamos a un problema que, aunque amplificado por los nuevos canales de comunicación, existe desde que el mundo es mundo. Digamos que ese es el modelo Twitter. El otro modelo, el modelo Facebook, aunque más respetuoso, nos ha acostumbrado a encerrarnos en una burbuja complaciente y autorreferencial, en la que vivimos rodeados de gente afín y alejados de quienes no piensan como nosotros, lo que contribuye más bien poco a un intercambio enriquecedor de pareceres y acaba traduciéndose en degradación del debate público y aumento de la intransigencia.

Nada hay más sencillo que convivir con quien piensa como nosotros y siempre nos da la razón. Como dice un personaje en una viñeta del libro de Gascón, “no me gusta debatir con gente que no piensa lo mismo que yo; son muy intolerantes”.

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