Perder la voluntad de vivir

Perder la voluntad de vivir

Tardaron 22 días en revelar la versión oficial de la causa de la muerte de la reina Isabel II, sospechoso en sí. El jueves de esta semana la BBC publicó el certificado de defunción. Murió, pone, de “old age”: vejez.

Dado que la BBC aclaró que solo en “muy excepcionales circunstancias” se identifica la vejez como única causa de la muerte de un británico o de una británica podemos estar seguros de que florecerán las dudas, y luego las teorías de la cons­piración.

opi 2 del 2 octubre

 

Oriol Malet

Si los hay que creen que Donald Trump ganó las elecciones presidenciales del 2019, que Neil Armstrong nunca pisó la Luna y que el príncipe Felipe, el padre del actual rey de Inglaterra, ordenó el asesinato de la princesa Diana, entonces tiene que ser cuestión de tiempo que alguien proponga que se nos está escondiendo la verdad acerca de la muerte de la reina.

Me adelantaré a los conspiranoicos y propondré mi teoría, la que tuve desde el primer momento pero que por una cuestión de decoro he preferido no hacer pública hasta ahora. La mató Liz Truss, la flamante primera ministra británica. No, no digo que le puso polonio en el té. Ni que fue su intención acabar con la vida de su majestad. Digo que tras conocer a Truss, la reina perdió, como dicen en inglés “the will to live”: la voluntad de vivir.

El encuentro ocurrió en el castillo de Balmoral dos días después de que Truss fuese elegida líder del partido gobernante, el con­servador. En las fotos oficiales se veía a la reina perfectamente saludable para una mujer de 96 años. Sonreía –una sonrisa forzada, diría yo – y estaba de pie. Y entonces, casi exactamente 48 horas más tarde, abandonó este valle de lágrimas, con suerte para un mundo mejor.

La reina poseía, a diferencia de Truss, juicio, la virtud de más valor en un líder. Lo había adquirido tras una larga vida en la que había llegado a conocer bien a 14 primeros ministros o primeras ministras de su país. Le echó un vistazo a la número 15, le oyó decir sus primeras palabras y en­tendió que de todos ellos y de todas ellas esta era la persona menos carismática y más tonta. E intuyó que se avecinaba la ruina de su país.

Isabel II recibió a Liz Truss, oyó sus primeras palabras e intuyó que se avecinaba la ruina del país

No se habría equivocado. Nada más concluir los diez días de luto oficial, Truss puso manos a la obra. Su misión: consumar el proceso de suicidio nacional iniciado hace seis años con el Brexit. Del mismo modo que no fue su intención matar a la reina, no fue su intención hundir el Reino Unido en la crisis más grave que se recuerda. Lo hizo porque así es ella. Es su naturaleza, como la del escorpión: lo que toca lo destruye.

Consistió, básicamente, en anunciar una rebaja de los impuestos que paga el uno por ciento más rico de la población acompañado de un recorte del gasto público (en, por ejemplo, el ya raquítico sistema de salud), lo que a su vez provocó una subida de la inflación y de los tipos de interés, cuyo resultado será condenar a millones a sufrir un dramático aumento en el pago de sus hipotecas.

No me crean a mí, que de economía sé poco. Crean en el veredicto del mundo financiero, que de golpe hundió el valor de la libra esterlina; crean en el FMI, que criticó las medidas de Truss con la misma dureza que lo suele hacer con las de países como Zimbabue o Venezuela; crean en la Bolsa de Londres, también en pleno colapso, lo que indica que ni el uno por ciento confía en Truss; crean en el veredicto del pueblo británico que ha perdido estrepi­tosamente la fe en el Gobierno, según las encuestas.

En sus primeros días, la premier ha hundido el Reino Unido en la crisis más grave que se recuerda

Un exministro de Finanzas del Partido Conservador, el veterano lord Kenneth Clarke, dijo esta semana que Truss había cometido “un error catastrófico” y que no tenía conocimiento de ningún gobierno que hubiese caído en semejante desgracia en tan poco tiempo en la historia de su país. El error, según Clark, consistía en aferrarse al antiguo y desacreditado dogma del trickle down effect: pensar que si enriqueces a los ricos todos saldrán ganando, que la economía goteará generosamente desde arriba para abajo.

El dogmatismo descerebrado de Liz Truss ha generado un sentimiento general que roza el pánico. Lo veo en los medios británicos, lo oigo hablando con mis amigos en Londres. Uno –nada atípico– me dijo­ que su hipoteca se iba a multiplicar por dos. Y ni hablar de la bajada inflacionaria de los sueldos junto a la subida de los precios de la comida, de la electricidad y del gas. Lord Clarke opina que la economía británica, percibida siempre como fuerte y estable, se arriesga a asemejarse a las de Argentina o Grecia.

El problema de fondo, como sugirió un columnista del Financial Times, es la mentalidad que condujo al Brexit. Es decir, imaginarse que el Reino Unido es lo que fue en otra época y no lo que es hoy. Que está en igualdad de condiciones económicas con Estados Unidos, que la libra es tan fuerte como el dólar, que tiene acceso a un mercado de cientos de millones de personas, que si salen de la Unión Europea, no problem, el resto del mundo vendrá corriendo a ofrecerles pleitesía y dinero. El país que se imagina Truss es un perro pequeño que cree que es un perro grande. El juicio de Truss es el de un chihuahua convencido de que es capaz de comerse a un lobo feroz.

Ahora la fantasía ha chocado con la realidad. El Reino­ Unido, la sombra de la potencia que fue cuando Isabel II ascendió al trono hace setenta años, es un país cada día más irrelevante en el mundo, menos productivo, más pobre e incluso menos saludable. Un estudio científico publicado esta semana reveló que los británicos son los más obesos de los europeos, los que menos fruta y verdura consumen, los que menos horas duermen. Todo irá ahora a peor, y eso a la vez que el sistema de salud pública se hunde­.

OK. Reconozco que lo que dije de que Liz, la primera ministra, mató a Liz, la reina, es una leve exageración. Pero siempre hay algo de pensamiento mágico detrás de esto de los reyes y las reinas, algo atávico que llevamos dentro, y me tienta la idea que tenían­ en otros tiempos de que la muerte de un monarca presagiaba grandes cambios y perturbaciones de la naturaleza. Otra tontería, quizá, pero lo que se está demostrando es que aquello que dijo un rey francés del siglo XVII, “après moi, le déluge”, se está haciendo realidad en el Reino Unido tras la muerte de Isabel II. Casi, casi de un día para otro.

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