Maldito sol indultado
Al primero al que oí insultar al calor fue a Terenci Moix, que odiaba el mes de agosto aunque nunca entendimos como, a su vez, resistía tanto viaje iniciático a Egipto.
Un verano nos advirtió que él, la entrevista, no pensaba concederla sentado, sino que iba a tenderse en el suelo, que hacía mucho calor y respiraba mejor. Y así fue como dispuso su túnica blanca de lino y se lanzó a la baldosa cual efebo en ágape romano. Solo le faltaba el racimo de uvas y lo sustituyó por un paquete de tabaco.
Con el cambio climático, el deshielo y la mano negra del negocio de bosques amazónicos, seguimos cocinando quejas sobre el aumento de la temperatura que, año tras año, disparaba sobre nosotros la deshidratación cutánea, el gasto de aire acondicionado y el humor negro, no tengo muy claro por qué orden.
El colmo del licuado humano llegó en la Toscana, deshechos todos bajo un sol sin arrepentimiento, reducidos los cuerpos a hologramas en busca de una sombra. Cuando el grupo, por fin, cruzó exhausto el umbral de la puerta, todo el mundo se tiró, textualmente, sobre el suelo de la baldosa fría. Descalzos, rendidos, algunos en pelotas, como parias en el desierto esperando un oasis, daba igual.
Pero al sol nadie lo cuestiona y uno acaba haciendo caso al homeópata que recomendaba, al alba, regar un poco el azulejo del patio y pasearte descalzo por él, a poder ser en círculos, para regenerar la circulación. Con suerte, si no te mareas, al menos te surge una idea.
Pensaba entonces que la baldosa era más fría que otro material. De ahí el milagro. Hablando con un químico del tema me entero de que no, de que en realidad, aunque la madera esté a la misma temperatura que la cerámica, nuestros pies la detectan de otro modo. Como los indultos y la amnistía, pienso, vaya.