Prisioneros del relato

Prisioneros del relato

Aprendimos en la facultad que, en economía, como en tantos otros ámbitos de la vida, aquello que se asume como real acaba siendo real, con sus consecuencias. El pánico de los inversores ante un desplome bursátil hunde el precio de las acciones, como el miedo de los impositores a la falta de liquidez de los bancos acaba poniendo en riesgo su tesorería. También en política sabemos, al menos desde que Plutarco aconsejó al joven Menémaco cómo llegar a ser un buen político, que las cosas no son como son, sino como parece que son, una aseveración tan cínica como certera, al menos a corto plazo. Quizás justamente por la constatación de que este prejuicio está arraigado en lo más hondo de nuestro comportamiento, podemos explicar la proliferación de políticos que lejos de ser juristas, ejecutivos o filósofos son ni más ni menos que... periodistas. A escala local, Isabel Díaz Ayuso y Carles Puigdemont habrán sido los más emblemáticos del momento. La presidenta de la Comunidad de Madrid forjó su carrera como community manager de Esperanza Aguirre y de su perro. Puigdemont, como redactor del diario El Punt , en Girona.

El problema de confiar el gobierno de los asuntos públicos a un periodista es que, por disciplina, este tipo de perfil en general está convencido de que, en lo político, imponer la hegemonía de tu relato está más en el origen del éxito que tu ­propia gestión. Eso sin menospreciar el tópico universitario que reza aquello de que nunca permitas que la verdad comprometa una buena historia. Así las cosas, no ha de extrañar la grotesca campaña electoral que hemos presenciado estas ­últimas semanas en Madrid, donde todos ­simulaban estar en una guerra a muerte entre comunismo y libertad, o el vodevil aún más bochornoso (por irreal) de las ­negociaciones para formar gobierno en Catalunya.

Ha llegado el momento de imponer la coherencia argumental y centrarse en gobernar bien

Todo empezó en el 2017, cuando el Govern de la Generalitat se acostumbró a la mala práctica de pensar una cosa pero afirmar la contraria. Nadie en su sano juicio creía que de la consulta del 1 de octubre se podía desprender un mandato para declarar la independencia, pero así se dejaba entender a los fieles en los mentideros de las redes sociales. Tampoco nadie dio en ningún momento credibilidad alguna al pleno del 27-O, tan cierto como que en Twitter y en los medios militantes la retórica impuso aquello del “primer día de la república”. El problema es que, como ha recogido magistralmente la serie producida por Mediapro sobre aquellos días, emitida por TV3 los domingos por la noche, aquel momento histórico fue compatible con que el lunes siguiente todo el mundo se fuera tranquilamente a trabajar, los médicos a su consulta, los maestros a su colegio y los políticos independentistas a su coche oficial constitucional. Y aquí paz y después gloria.

Lo más grave es que lejos de tomar consciencia de la insostenibilidad de tensionar en exceso la contradicción entre lo real y lo imaginario, en la última negociación los dos grandes partidos independentistas han mantenido el pulso por capitalizar un compromiso maximalista, que en privado ya hace meses que todo el mundo da por amortizado. Que si viene la república, que si el colapso de los Borbones es inminente, que si somos el 52%, son tan solo algunos de los inagotables juegos efectistas de mago de tercera, que aunque tienen menos recorrido que la mecha de un petardo verbenero siguen coleando en el ágora independentista. Me temo que la negociación del nuevo gobierno en Catalunya también ha sido prisionera de esta mala costumbre, a riesgo de salirles cara a los de Junts.

The Catalan leader of the Republican Left Party (ERC), Pere Aragones and Junts Per Catalunya's Jordi Sanchez bump fits as they attend a news conference on the agreement to form Catalonia regional government, in Barcelona, Spain, May 17, 2021. REUTERS/Albert Gea
ALBERT GEA / Reuters

Porque lo que no es correcto es que los casi 200 directivos y asesores a sueldo del partido posconvergente admitieran en privado que era impensable renunciar a su empleo, que las negociaciones sin duda acabarían bien y que sin embargo en público mostraran sus reservas sobre el patriotismo de ERC, sobre la conveniencia de centrarse y renunciar a la confrontación con el Estado. Tanto han jugado con la amenaza de que viene el lobo, que al final las ovejas se han hecho mayores y ya se los tomaban a cachondeo. No ha de extrañar, pues, que los de ERC se hayan hartado de tener que soportar como en privado les decían que no había por lo que preocuparse y que de cara a la parroquia Junts procurara sostener un discurso resistencialista.

ERC y Junts fueron a las elecciones con dos programas inequívocamente independentistas pero con una marcada diferencia: el realismo de los primeros y la apuesta por la confrontación de los segundos. Como no es posible ser a un tiempo conciliador y rupturista, ahora que formar gobierno parece resuelto, ha llegado el momento de imponer la coherencia argumental y, tal y como reclaman con insistencia los ciudadanos, centrarse en gobernar bien, a poder ser recuperando el hábito de llamar a las cosas por su nombre. Eso o resignarse a revivir lo de la primera salida del Quijote, quien, creyendo enfilar gigantes, se pegó un tortazo contra los molinos que aún resuena por los campos de Castilla.

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