La inseguridad crea angustia personal y colectiva. Los gobiernos reaccionan con gran rapidez cuando el miedo domina el ambiente. Sin la existencia de individuos angustiados, no nos podríamos imaginar la necesidad de la existencia del Estado, dejó escrito Zygmunt Bauman. Cada época ha vivido envuelta en los vaticinios de desgracias apocalípticas y de peligros devastadores. No hay un solo periodo de paz perpetua como preconizó Immanuel Kant en plena Revolución Francesa.
El miedo a lo que nos puede ocurrir se produce en medio de una gran catástrofe, al perder una guerra o en los infortunios personales o colectivos. Un rápido repaso a la historia reciente nos recuerda los arsenales nucleares de la guerra fría, la desintegración de la Unión Soviética o los atentados del 11-S del 2001 en Nueva York.
Los gobiernos lo pueden hacer bien o mal pero es lícito pedir que actúen con conocimiento de causa
Todos estos acontecimientos han dejado una marca en la historia humana pero la vida ha continuado de otra manera con nuevos medios, armas distintas y descubrimientos científicos que han permitido superar las catástrofes pasadas en espera de que lleguen otras nuevas.
La novedad del coronavirus es su dimensión global, que ha obligado a la humanidad entera, casi, a llevar mascarilla sin saber exactamente si esa precaución universal nos va a librar de contaminar o ser contaminados. No es una guerra entre pueblos ni hay un enemigo al que hay que abatir. No. Hay un virus que ha desconcertado a las autoridades sanitarias, a la industria farmacéutica, a los gobiernos y, por supuesto, a todos nosotros.
La clase política ha actuado con la precipitación que exigía la rapidez de la propagación de la pandemia. Lo ha hecho bien o mal, es muy pronto para hacer un balance. Lo que me atrevo a afirmar es que no sabían más y han dado muestras de dar palos de ciego en una cuestión en la que está en juego la salud y la vida de miles de personas.
Han intentado hacer política con la pandemia sin ser capaces ni siquiera de contar el número de muertos. No han errado en unos centenares de fallecidos sino en más de diez mil. Han habido las cifras oficiales del Gobierno, contabilizadas a diario por el doctor Fernando Simón, que no han llegado a las 29.000 y luego las otras estadísticas también oficiales de tres organismos públicos que cifran el número de víctimas en 44.800. El pasado 17 de junio así lo indicaba en estas mismas páginas. Si no podemos fiarnos de algo tan elemental como los muertos por el virus es lícito desconfiar de todo lo que haga referencia a las políticas aplicadas a combatir la pandemia.
El presidente del Gobierno, varios de sus ministros, presidentes autonómicos, consejeros de muchos departamentos, autoridades sanitarias, académicas y especialistas varios han dedicado cientos de horas a explicarnos lo que no sabían. En todo este largo recorrido he seguido con mucha atención los análisis de Josep Corbella en este diario, que han servido de guía para cuantos no hemos aceptado la utilización de la pandemia para politiquear machacando retóricamente al personal.
No consuela el hecho de que Donald Trump o Boris Johnson, para poner dos ejemplos muy llamativos, hayan tenido que rectificar sus políticas a medida que el avance del virus desmentía sus pronósticos, o que el paso por urgencias en el hospital obligara a Johnson a reconocer públicamente lo mal que lo pasó en la UCI. La medida de obligar a la cuarentena a cualquiera de los viajeros que lleguen a Gran Bretaña desde España es impropia de un gobernante responsable, sobre todo si se anuncia tres horas antes de entrar en vigor. Me permito pensar que puede ser una manera para desviar a los turistas que habitualmente visitan España a que se queden en las costas y en la campiña de Inglaterra.
En tiempos convulsos como los actuales hay que exigir un mínimo de competencia y un conocimiento de los temas que preocupan a la mayoría. El president Quim Torra se cansó de pedir las competencias con el argumento, así lo dijo la consellera Budó, que si se administrara la crisis desde Catalunya habría menos muertos.
El lunes salió a primera hora para pedirnos que fuéramos responsables y que se cumplieran las indicaciones del Govern cuando si algo se ha hecho desde la Generalitat en los últimos años ha sido saltarse leyes y reglas que nos han conducido a la anómala situación en la que vivimos y que afecta a la convivencia, a la economía y a la relación con los otros pueblos de España y con la comunidad internacional. Pensad y sed responsables, nos dijo.
Sancionar al arzobispo Joan Josep Omella por haber celebrado una misa funeral en la Sagrada Família por tantos muertos que no pudieron recibir los últimos ritos es un agravio comparativo con tantas concentraciones de ciudadanos que han celebrado una victoria deportiva, en Sabadell por ejemplo, o se han divertido en las playas sin guardar las normas de seguridad dictadas por la propia Generalitat. El Govern autoriza a los turistas a que visiten el templo de Gaudí pero no deja que los creyentes, un 23 por ciento del aforo, acudan a honrar a sus muertos. Incoherente.
Y si al anunciar la sanción se reprocha al cardenal que “no haya levantado la voz contra la represión en Catalunya”, me parece una irresponsabilidad a modo de venganza de la primera autoridad del país.