Pocos meses después de cumplirse el segundo aniversario del atentado islamista del London Bridge (3/VI/2017), donde murieron ocho peatones, se dio por terminada la investigación judicial del caso. Según informó la BBC, el instructor concluyó que diversos servicios policiales británicos habían tenido conocimiento previo del peligro potencial que suponía el líder de la célula terrorista, Juram Butt. Por un lado, la línea caliente antiterrorista recibió, dos años antes de los atentados, la llamada de un cuñado del islamista advirtiendo de la creciente radicalización de este. Por otro, el MI5 sabía de la vinculación de Butt con una red radical, aunque no le creía capaz de organizar un ataque. En conclusión, el juez afirmó que, pese a que pudieron haberlo hecho mejor, no creía que el MI5 y la policía hubieran desperdiciado la oportunidad de detener los ataques. Así que punto final.
La policía británica fracasó probablemente por lo mismo por lo que habían fallado la francesa en los atentados de París y Niza, la belga en el ataque al aeropuerto de Bruselas o la alemana en el atropello del mercadillo de Berlín: no supieron ver la imagen completa de los ataques. Detectaron algunos movimientos, pero no los relacionaron entre sí. En definitiva, les derrotó un nuevo tipo de amenaza para la que no estaban preparadas, un terrorismo en que el atacante desprecia su propia vida y por lo tanto no tiene que asegurarse la huida.
Ni las policías estatales ni la catalana estaban tampoco preparadas para lo que se les vino encima el 17 de agosto del 2017. Igual que en los casos citados, los servicios policiales debieron haberse coordinado mejor, pero les faltó experiencia en este tipo de riesgo. Dar crédito a absurdas teorías sobre el papel del CNI en los ataques del 17-A sólo sirve para detraer energías y para aplazar el debate pendiente: cómo avanzar hacia una mejor colaboración entre las propias policías en particular y entre las europeas en general.