Prejuicios del juicio

Finalmente, después de cuatro meses de sesiones, el juicio sobre el procés ha quedado visto para sentencia. A lo largo de 52 maratonianas sesiones, defensas y acusaciones legítimamente han procurado que su propuesta interpretativa sobre los hechos acaecidos en Catalunya durante el 2017 sea asumida por el tribunal. Más allá del dolor que hemos sufrido los encausados, de la empatía que especialmente han despertado los procesados presos y el dolor de sus familias, quienes hasta la fecha tenían en sus padres, hijos, esposos o abuelas hoy encausados a unos ciudadanos que en el peor de los casos habían sido multados por excesos de velocidad, lo cierto es que a lo largo de la vista oral han planeado dos prejuicios que quisiera refutar.

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En primer lugar, en la bancada de las acusaciones, el convencimiento de que la desdichada sesión plenaria del 27 de octubre del 2017 y su supuesta declaración de independencia fueron la culminación de un esmerado plan trazado como mínimo desde el 2015 y en el que cada decisión tomada desde el Parlament, desde el Govern o desde Òmnium y la ANC estaba rigurosamente pensada y concertada. Como ­explicó con audacia el excelentísimo fiscalseñor Fidel Cadena, desde esta perspectiva el procés debía ser entendido como un gran mosaico, finalmente sólo inteligible si se prestaba atención al contenido y propósito de cada una de sus teselas. Por ellas mismas, todas inocuas e inofensivas; en su conjunto, articuladoras de un plan premeditado para la secesión. En mi opinión, ¡nada más falso! La imagen del mosaico resulta hermosa y sugestiva, pero nos conduce claramente a error, en la medida en que adolece de presentismo y reconstruye la interpretación y concatenación de los hechos sabiendo cómo estos terminaron, a pelota pasada, que diríamos popularmente. Que la propuesta es anacrónica lo confirman algunos hechos clave que, habiendo tomado un camino, es igualmente cierto que pudieron haber tomado su contrario. Así, por ejemplo, ¿qué hubiera pasado si la mañana del 26 de octubre Carles Puigdemont hubiera optado, como estuvo a punto de hacer, por convocar elecciones al Parlament y no por llevar la legislatura al colapso? O, si tan grave se ha demostrado que era el programa electoral de Junts pel Sí del 2015, ¿por qué entonces nadie lo recurrió ante los tribunales? O si, como se afirma ahora, tan peligrosas eran las leyes aprobadas por el Parlament los desdichados días 6 y 7 de septiembre, ¿por qué el gobierno del presidente Rajoy no tomó ya inmediatamente la iniciativa de aplicar el 155 y suspender la autonomía de Catalunya? En mi opinión, pura y simplemente, porque, analizados aisladamente, estos y muchos actos similares eran vistos como provocaciones, excentricidades o incluso argucias políticas, pero en ningún caso como eslabones de una cadena rupturista dotada de eficacia o validez alguna. Para los políticos razonables e ilustrados –que, aunque cueste creerlo, los había–, era impensable que una democracia madura como la nuestra pudiera resolver aquella crisis institucional con el despropósito en el que acabó.

También en el banco de las defensas y de los acusados en algún momento ha planeado un prejuicio no menos injusto. Y es el convencimiento de que España no es una democracia moderna y madura, homolo­gable a las democracias occidentales de su entorno. En mi opinión, esta es una idea igualmente falsa, heredera de una tradición cultural seguramente configurada a partir de la generación del 98, de la que se empapará durante todo el siglo XX el catalanismo político y que no resiste el más mínimo contraste con la realidad. De ­hecho, un simple paseo por cualquier pueblo o ciudad peninsular, una simple conversación con cualquier ciudadano español de hoy o el análisis de su entramado y calidad institucionales dibujan una realidad socio­lógica y cultural inequívocamente equiparables, con sus defectos y virtudes, a las del resto de las democracias liberales del mundo. Nada, pues, de leyenda negra para España, ni de complejos de pseudodemocracia, ni de ser un país genéticamente intolerante, inquisidor y de conquista. España ha superado su propio desafío ante la modernidad. Otra cosa es que, como ha señalado recientemente Santos Juliá, su historia haya venido marcada por demasiados retrocesos. Y que periódicamente, justo cuando parecía haber resuelto y superado sus viejos fantasmas, haya tropezado de nuevo con ellos. Hacer de la diversidad, también nacional, uno de sus valores y no un problema es uno de estos. En todo caso, yo quiero pensar, con Jaime Gil de Biedma, que “los malos gobiernos son un mal negocio de los hombres y no una metafísica” y que en consecuencia formar parte de la tradición liberal inaugurada como mínimo con las Cortes de Cádiz o de su adversa tradición intolerante será siempre nuestra decisión, no una cuestión predeterminada. Dinamitemos, en fin, tópicos y prejuicios de los unos y los otros, único camino eficaz para la reconciliación, la libertad y el progreso de todos.

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