Dos películas, dos épocas
La casualidad quiso que viese seguidas, casi sin interrupción, dos películas reflejo de dos épocas que se me antojan muy distintas. La primera fui a verla al cine: El vicio del poder, de Adam McKay (2018), biopic del vicepresidente norteamericano Dick Cheney, que tiene como trasfondo la presidencia de George Bush hijo, y la guerra de Irak. La segunda la vi por televisión apenas un par de horas después: Pacto de silencio, de Robert Redford (2012), sobre las andanzas de un grupo de activistas radicales de los años sesenta y setenta, también norteamericanos, que tienen como trasfondo la presidencia de Richard Nixon y la guerra de Vietnam.
El vicio del poder no cuenta nada que alguien medianamente informado desconozca de la peripecia del personaje, de los acontecimientos que contribuyó a precipitar con la mentira –guerra de Irak incluida– y de los beneficios que de todo ello se derivaron para él y los suyos, incluidas diversas multinacionales de la industria militar y el petróleo como Halliburton y Lockheed Martin. Pero la película sí denuncia de una forma tan ágil como desinhibida la catadura moral de Cheney, al que presenta como un tipo vulgar y duro, silente y calculador, manipulador y frío, aprovechado y sin escrúpulos. Un hombre enamorado del poder por el poder, al que no concibe como una herramienta para realizar acciones al servicio del interés general, sino como una oportunidad para controlar la situación, neutralizar a los disidentes y satisfacer los propios intereses. Fue el político más poderoso de Estados Unidos entre el 2001 y el 2009, años que abarca la presidencia de George W. Bush, un hombre poco dotado –dicho sea con suavidad– para ejercer este cargo. Cheney sólo aceptó ser su vicepresidente cuando advirtió que llenaría el vacío absoluto que Bush generaba. Aprovechó su oportunidad hasta el extremo: incluso tomó decisiones presidenciales en un momento de crisis como el 11-S.
Pacto de silencio es una obra de ficción que gira, treinta años después, en torno a la generación de jóvenes americanos de los años sesenta y setenta, opositores a la guerra de Vietnam, que llevaron su protesta hasta sus últimas consecuencias. Fue durante la guerra de Vietnam –con la que Estados Unidos pretendía contener el comunismo en Asia– cuando se gestó una revuelta juvenil generalizada. Se inició con la resistencia al reclutamiento en los colegios universitarios, siguió con una crítica acerba a las propias universidades y desembocó en una denuncia de todo el sistema. Los choques surgieron en California y se extendieron al Este. Al llegar a Europa –en 1968–, estuvieron a punto de derribar al general De Gaulle, afectaron a Inglaterra y Alemania, y alteraron las universidades japonesas. Para Eric Hobsbawm, este rosario de revueltas juveniles fue un signo de que la estabilidad de lo que él llama la “edad de oro” (1945-1973) no podía durar.
Al comparar los trasfondos de ambas películas, son evidentes las similitudes. En primer lugar, en ambas –Vietnam e Irak– está presente una guerra vista como injusta, brutal y abusiva por una parte de los ciudadanos norteamericanos y de la opinión pública internacional. Y, en segundo término, en ambas aparece fuertemente cuestionada, aunque por razones diversas, la figura del presidente: Nixon, pese a sus éxitos en política internacional, por mentiroso, turbio, amoral y conspiranoico; Bush, hijo, por ser un cero a la izquierda, incapaz por talante y preparación de hacer frente con determinación y solvencia a las obligaciones y responsabilidades de la presidencia. Pero lo sorprendente es que, pese a estas indudables similitudes, la reacción social frente a estos hechos ha sido sensiblemente distinta. En los sesenta se generó un movimiento de protesta de una intensidad y unas consecuencias de gran calado, mientras que en la primera década de este siglo más bien prevaleció una difusa atonía sólo alterada por protestas ocasionales. ¿Cuál es la explicación de esta diferencia?
La primera respuesta que surge espontánea es, por lo que a Estados Unidos se refiere, que en los sesenta regía el reclutamiento obligatorio, por lo que cualquier ciudadano en edad militar –universitarios incluidos– podía acabar con sus huesos en Vietnam, mientras que no sucedía así con ocasión de la guerra de Irak. Es, sin duda, una razón de peso, aunque debe hacerse notar que tres presidentes –Clinton, Bush hijo y Trump, nacidos los tres en 1946– eludieron su participación. Pero, en cualquier caso, no puede ser esta la única respuesta. Ha de haber algo más, que no resulta fácil precisar pero que gira en torno al compromiso social, del que los jóvenes son siempre un buen barómetro. Quizá los jóvenes de los sesenta apostaban más fuertemente por los intereses generales, mientras que, cuarenta años después, había comenzado a decaer entre ellos la vocación por lo público y comenzaban a centrarse más en su apuesta personal. Lo que no sería sino una manifestación más de la pérdida de pulso de la sociedades occidentales, actualmente en trance de repliegue sobre sí mismas.