El comunicado oficial del Barça sobre el alcance de la lesión de Messi habla de tres semanas de ausencia pero todos sabemos que serán más. Tres semanas es lo que mentalmente podíamos soportar tras ver cómo el mejor jugador del partido caía y escenificaba expresiones de dolor que otros profesionales suelen simular. Messi no engaña. Y eso explica la velocidad con la que los culés empezaron a elaborar mil hipótesis mentales conectadas a la emoción de perder al mejor jugador de la historia que justificarían una exposición de química cuántica en el Cosmocaixa o una nueva ala en el sincrotrón Alba. Llevamos demasiados años conviviendo con Messi para resignarnos a perderlo sin oponer una mínima resistencia. En un segundo pasamos por todas las fases del luto: negación, ira, negociación, depresión y aceptación (que, como todo el mundo sabe, es la forma más sofisticada de negación).
Gracias a Messi hemos podido sobrevivir, a nivel colectivo, a la burbuja inmobiliaria, a la gangrena de las relaciones entre los gobiernos de España y Catalunya, a los peores efectos de la crisis, a la degradación de la ciudad de Barcelona, al advenimiento de Trump y del reguetón, al cambio climático y, en el ámbito personal, a diferentes dramas que cada uno sabe qué consecuencias han tenido. Con una constancia insólita en un deportista de élite, Messi nunca ha fallado a la cita de la generosidad, el esfuerzo y el talento y, sobre todo, a proporcionarnos una alegría de una eficacia sobrenatural que el sábado sufrió un accidente de los que llamamos fortuitos pero que deben ser el resultado de alguien que, a base de hacer vudú, consigue su maligno objetivo.
Hace muchos años, cada vez que Leo Messi se lesionaba (porque, según el diagnóstico popular sólo comía pizzas), se ponía a llorar desconsoladamente. Entonces todavía no era el icono más sólido de nuestras familias y, por lo tanto, nos limitábamos a lamentarlo y a esperar que se recuperara pronto. La rabia que le provocaban las lesiones es legendaria y tumultuosa. Cuentan que la ausencia en la final de París fue el estímulo más potente para mentalizarlo a cambiar algunos de sus hábitos. El sábado aceptamos las tres semanas de ausencia sin pensar demasiado y elaboramos extrañas teorías sobre si es mejor que eso pase ahora que más adelante o si, como mínimo, no lo ha lesionado ningún defensa prediluviano a lo De Felipe o Goikoetxea, de esos que ensombrecen la grandeza del fútbol y, por extensión, del deporte. ¿El Barça derrotó al Sevilla? Sí, pero gracias sobre todo al portentoso partido de Ter Stegen. Ahora toca desempolvar los oxidados argumentos sobre la importancia de reaccionar y aprovechar estas semanas para confirmar el valor de la plantilla y liberarnos del estigma (¡ojalá todos los estigmas fueran tan benignos!) de messidependencia. No sé si el equipo sufre un fenómeno adictivo de messidependencia, pero yo sí.
Cambio de tema: Josep Maria Bartomeu vivió un sábado negro con a) una asamblea poco preparada y autocomplaciente y b) la lesión de Messi. Para no hurgar en la herida, reproduzco una de las historias que contó un compromisario (favorable al cambio de escudo, por cierto). Cuando tenía tres o cuatro años, se perdió por el Camp Nou y, asustado, se puso a llorar. Se le acercó otro socio. “¿Por qué lloras?”, le preguntó. El niño respondió: “Me he perdido”. Y el socio veterano le dijo: “No te preocupes. No te has perdido: estás en tu casa”.