El cronista está orgulloso de ser hombre en un país de mujeres como Carmen de Burgos. Hay algo de revolucionaria justicia poética en el acto de ir a una biblioteca o una librería para buscar el rastro de esta autora. La dictadura del franquismo trató de borrar cualquier vestigio suyo con la excusa de sus vínculos (ciertos, por otra parte) con la masonería. En realidad, no la soportaba por su progresía, insumisión y rebeldía.
Abanderada del feminismo y de mil cosas más, fue la primera mujer en tener una columna diaria en un periódico y una de las pioneras de las crónicas de guerra. Pero es imposible encorsetar su personalidad caleidoscópica y desbordante. Carmen de Burgos (1867-1932) fue una periodista y escritora prolífica, con centenares de títulos publicados: narraciones cortas, novelas ensayos, dietarios, biografías y libros de viajes.
Conferenciante, sufragista, pedagoga y defensora de la justicia social, la educación y el divorcio, consagró parte de su vida a defender los derechos de las mujeres y a criticar la corrupción y los privilegios de los poderosos. Su evolución ideológica pasó de unos inicios timoratos, con títulos como Salud y belleza, La mujer en el hogar y El tocador práctico, a beligerantes posiciones a favor del socialismo y la república.
Tuvo una vida difícil. Hija de una familia numerosa y acomodada de Almería, se casó siendo una niña de 16 años con un periodista. Fue una relación tormentosa y breve, de la que solo sacó una cosa buena: su hija María. Tras su separación, Carmen regresó al domicilio paterno. Allí, casi a escondidas, acabó Magisterio. Con su título bajo el brazo y con su hija, se fue a Madrid, dispuesta a comerse el mundo. Y se lo comió.
En la capital compaginó su labor docente con la actividad periodística, que inició con el pseudónimo de Colombine. Aprovechó su atalaya en la prensa para defender causas como la del divorcio, un anatema en aquella España. Uno de sus lectores le dijo que estaba en contra, a sabiendas de que hay parejas que no se aman, pero “esos tienen menos derecho que nadie a divorciarse en castigo de su torpeza, egoísmo e ignorancia”.
Hoy se editan biografías, estudios y cómics sobre ella. Defienden su legado periodistas como Elena Ruiz y escritoras como Mar Abad, autora de Antiguas pero modernas (Libros del KO). Carmen de Burgos da nombre a calles, bibliotecas e institutos. Sus obras se reeditan y se pueden leer en línea en la Biblioteca Nacional, que conserva varios volúmenes que pertenecieron a Catalina de Burgos, Katty, su hermana mayor.
Carmen de Burgos fue también una europeísta y pacifista convencida, además de una viajera de una extraordinaria agudeza, con reflexiones que sorprenden todavía por su modernidad. Sus vagabundeos se plasmaron en títulos como Por Europa, Cartas sin destinatario, Peregrinaciones, Nápoles y Mis viajes por Europa. Escribió estas obras entre 1906 y 1917, cuando la Primera Guerra Mundial la sorprendió viajando.
Al irse de Madrid no le apesadumbró la tristeza de dejar atrás la patria, no solo porque su patria fue su infancia en Rodalquilar (Almería), sino porque se sentía de todas partes. Las fronteras, decía, “solo se conservan para la vida política de las naciones”. Cosmopolita y abierta de miras, en el extranjero se sintió tan a gusto como en casa. Las naciones le parecían “provincias de un mismo país, de este globo terrestre”.
Pacifista a ultranza, se murió antes de que estallara la Guerra Civil, una tragedia que la habría destrozado. En cambio, sí vivió muy de cerca la barbarie de la Gran Guerra, contra la que se rebeló porque “toda la tierra es nuestra patria y allí donde existe un corazón que late y un cerebro que piensa tenemos un hermano”. Lástima, agregaba, que a veces “los hermanos se transformen en hermanastros”.
Su filantropía no le impidió afilar su pluma como una espada contra instituciones como la monarquía. En sus primeros viajes, a raíz de una visita al monasterio de El Escorial, mostró su lado más crítico ante los retratos de viejos reyes españoles, a los que vio “decadentes, de belfos colgantes, cutis blanco y venas azuladas y en cuyos rostros se marcan los signos de la degeneración y el idiotismo”.
En uno de sus periplos compartió viaje con un joven francés del que se despidió en Burdeos. Trabajaba en España, pero regresaba a su país para hacer el servicio militar “porque aquí no sirven el dinero y la influencia para que solo los pobres paguen la contribución en sangre”. Es fácil comprender su indignación cuando cubrió la guerra de Marruecos para el Heraldo de Madrid y comprobó que en España pasaba lo contrario.
Ramón Gómez de la Serna, el escritor de las máximas lapidarias, fue su amante. ¿Quién influyó a quién? Carmen de Burgos también era una maestra de la pincelada magistral, del latigazo exacto. Decía que “se va a Italia para admirar, a Inglaterra o Alemania para aprender, a Grecia o al Extremo Oriente para soñar… Y a París para divertirse”. Por cierto, Gómez de la Serna la traicionó años después y tuvo un flirteo ¡con su hija María!
A pesar de su devoción por la capital francesa, prefería “la coqueta y limpia Niza” a todas “las bellezas y placeres que guarda París entre sus húmedas neblinas”. Era capaz con una frase de destapar las vergüenzas de cualquiera. Montecarlo, por ejemplo, le parecía “la timba ilegal del mundo, donde vienen a jugar los severos monarcas que prohíben el juego en sus países”. Era una maestra de las etiquetas y los adjetivos.
Nápoles era “la Andalucía italiana”. Venecia, “la reina del Adriático”. Florencia, “la Atenas de la Toscana”. Uno no se va de Florencia, decía, sino que “lo arrancan de Florencia”. El Vaticano y las inmensas dimensiones de la basílica de San Pedro despertaron su vena más crítica: “Una ruina que se visita como se visita el Foro y el Coliseo, por más que la ruina viva y mantenga aún a su lado a una corte de parásitos”.
Y siempre sus deseos de hermanar las naciones, su intransigencia contra la guerra y las fronteras, “sin las cuales los pueblos se hubieran fundido en uno solo”. Pero vaciar el mar con un cubo era más fácil que edificar la paz. Lo demostró Holanda, esas “aguas solidificadas, esa nación amasada en el barro”. Clamaba en el desierto, pero nunca se rindió y hasta el último día de su vida hizo lo que creyó justo, ético y digno.
Sabía que sus fuerzas “no removerán la montaña, pero acaso le arranquen un grano de arena y enseñen a otros el camino. La vida es la lucha y yo siento el ansía de vivir”. Murió el domingo 9 de octubre de 1932, a los 64 años, de un infarto en plena conferencia en el Centro Socialista de Madrid. ¿De qué creéis que hablaba? ¿De aquellos primeros temas? ¿De belleza y hogar? No, de la liberación sexual de la mujer.