Monemvasía, escondite en un peñón griego
Mundo insólito
Una de las villas más hermosas de Grecia
Al bajar a la playa de Géfira, el peñón de Monemvasía parece únicamente un capricho geológico, un iceberg verde de vegetación y naranja de roca desnuda. Hay que salvar el pequeño puente artificial que une este extremo meridional del Peloponeso con la antigua isla para descubrir lo que se esconde tras una única puerta de piedra: una de las villas más hermosas de Grecia.
Según la etimología, Monemvasía significaría precisamente eso, puerta única. Solo hay una manera de entrar y salir de la ciudad fortificada medieval. Y nada se puede adivinar antes de cruzarla, pues el pasillo de acceso está diseñado en forma de ele para retener invasores hostiles.
A Monemvasía hay que ir dispuesto a caminar y sudar un poco, pues su laberinto de callejas que de vez en cuando se abren a una plaza luminosa no permiten el paso de vehículos. Y parte de la ciudad medieval se encarama al peñasco, en unos zigzags que van ampliando la panorámica sobre el cobalto del mar de Mirtos hasta ganar los 300 metros de desnivel.
Aislada, rodeada de acantilados y amurallada. Parecería que Monemvasía debía ser inexpugnable. Sin embargo, se hicieron con ella bizantinos, normandos, francos, catalanes, turcos, venecianos… De la estancia italiana venía el nombre de Nápoles de Malvasía que se le dio por el riquísimo vino que se obtenía de las vides cultivadas en su escabroso terreno.
Hoy en Monemvasía solo viven permanentemente los rectores de los hotelitos-boutique, los restaurantes y las tiendas de recuerdos que funcionan en temporada alta. Y, fuera del buen tiempo, apenas 50 personas, con las que es difícil tropezar. El visitante foráneo tiene para él solo el dédalo de callejas, las iglesias de cúpulas semiesféricas (hasta cinco), la antigua mezquita otomana y el yacimiento arqueológico a medio excavar que hay casi en la cumbre, además de las murallas que flanquean tres costados de la ciudad.
Del cuarto se encargan los riscos naturales. Al coronar el peñasco se encuentra el magnífico templo bizantino consagrado a Santa Sofía, que aseguran los historiadores se cimenta sobre uno anterior dedicado a la sabiduría, es decir, a la diosa Atenea.
El siglo XIX no le sentó bien a Monemvasía en lo económico. Tras las guerras napoleónicas, Europa descubrió el champán y abandonó el consumo de la malvasía que procedía de este rinconcito griego. A finales de la centuria, la apertura del canal de Corinto supuso que la práctica totalidad de barcos que rodeaban el Peloponeso dejaran de hacerlo y, por tanto, de atracar en el cercano puerto de Géfira. Fue la ruina y la despoblación para Monemvasía, y también la bendición para que el trazado medieval se haya conservado incólume. Parece fácil adivinar qué habría pasado en los últimos 200 años si la economía le hubiera favorecido.
Dice La Odisea que el viaje de Ulises empezó en estas aguas, tras una terrible tormenta. Hoy Monemvasía vive agitada en verano pero tranquila como una balsa de aceite en invierno, cuando su kastro medieval –con casas coquetonamente restauradas pero también rincones abandonados al albur del crecimiento de las higueras– permanece silencioso a la espera de los visitantes que no temen al voluble clima griego.