Grünerlokka, un paseo por el Oslo bohemio y bucólico
Escapadas urbanas
El que fue el barrio industrial y metalúrgico de la capital noruega se ha transformado en un rincón único para disfrutar del río Akerselva
Del pasado proletario al presente hiptser, del ruido de las metalurgias y textiles, al rumor armónico del agua, el barrio de Grünerlokka se ha transformado en la última década en un rincón bucólico y bohemio de Oslo, un punto de encuentro entre la naturaleza y la ciudad. El río Akerselva, que antes era el epicentro de vertidos industriales, ahora es un canal de vida y ocio que lleva hasta el fiordo de la capital noruega.
El paseo más recomendable en esta zona empieza en Mathallen, un patio de comidas en el interior de lo que desde 1908 fue una fundición justo en el límite entre los barrios de Vulcan y Grünerlokka, y se puede cubrir en apenas una hora perolo ideal sería dedicar una mañana, una tarde o todo un día, pues jardines, bares, restaurantes y atracciones no faltan. El circuito completo del Akerselva, desde su desembocadura en Solenga, donde se ha habilitado una playa de arena en el fiordo, es de ocho kilómetros, pero el tramo de Grünerlokka es el que mejor condensa la transformación urbana del Oslo más depauperado.
Mathallen ejemplifica la regeneración del barrio. El centro de restauración se alimenta únicamente con energía sostenible, incluida la geotérmica que se aprovecha desde trescientos metros de profundidad. Junto a las entradas hay unas cabañas, pequeñas y curiosas, que son, en realidad, aparcamientos para perros, pensados para que los canes no pasen frío en invierno. Y en el tejado se distinguen dos cajas romboides amarillas que son panales de abejas, que nutren de miel al centro pero también contribuyen a la preservación de las abejas, una especie amenazada en todo el mundo.
Desde Mathallen se retrocede hacia Blä, un complejo de ocio con tiendas de ropa trendy y arte alternativo, para cruzar el Akerselva por un pequeño puente de madera. Hasta el cruce fluvial abundan los bares y terrazas, se ven algunos edificios abandonados con ventanas tapiadas y se otean chimeneas en desuso como torreones. El río es estrecho visto desde el puente y a lado y lado hay esculturas que refuerzan el sentimiento bohemio de la zona.
El pasado industrial de Grünerlokka se descubre en todo momento a través de las fachadas de ladrillo cocido, más parduzcas que las típicas británicas. Los edificios que se observan desde el paseo son un monumento a una época fabril de incerteza laboral e inseguridad callejera, algunos reconvertidos con ingenio, como la mole grisácea de la Residencia de Estudiantes, una estructura de 21 cilindros en la que se han habilitado pisos en lo que eran gigantescos silos para almacenar granos.
El Akerselva siempre fue la línea divisoria de la capital: en la ribera oriental, por la que ahora se ha trazado una senda junto al cauce, vivían los proletarios y la clases más humildes cerca de las fábricas; en el margen occidental, vivían los más adinerados. Así fue hasta los años noventa, cuando cambiaron los tiempos, las fábricas desaparecieron a mansalva y los barrios de trabajadores deprimidos acabaron convirtiéndose en distritos de artistas y bohemios. Los planes urbanísticos reintegraron el barrio a la ciudad y Oslo ganó uno de los enclaves más bucólicos.
A los antiguos silos les han puesto ventanas, pero carecen de balcones o terrazas, algo que adoran los habitantes de Oslo. En Noruega el sol es un bien preciado, escaso en invierno, cotizado en verano, y Grünerlokka, todavía poco trillado por el turismo, es uno de los parajes favoritos para las familias capitalinas. La ribera del Akerselva también es un paraíso de los runners, que se abren paso por un sendero entre plantas enredaderas y graffitis.
Siguiendo curso arriba por la orilla, el cauce se van ensanchando y aparecen las cascadas. La primera es la menos pintoresca por culpa de la pequeña presa, pero las vistas son ahora amplias. Enseguida se llega un puente moderno y unas escaleras que llevan a la Facultad de Bellas Artes, que ocupa la antigua fábrica de velas para barcos y toldos y otros tejidos de uso doméstico. Más fachada de obra vista, ahora como referencia de un entorno juvenil y dinámico, con cafés, por supuesto -el Tim Wndelboe tiene una placa en la que presume de las veces que ha sido elegido el mejor barista del país-, y áreas verdes para estirarse.
La segunda cascada, ya más estruendosa, precede al puente más grande, el Aamodt Bru, un ingenio de suspensión que se levantó defectuoso y, aunque es transitable sin peligro en la actualidad, provoca un balanceo que hace sentir la misma sensación que caminar por la cubierta de un barco en plena navegación.
Reconversión
Los antiguos silos de grano son ahora una residencia de estudiantes y la que fue la fábrica de velas acoge la Facultad de Bellas Artes
Tras recomponerse del tembleque, el río Akerselva, siempre a la izquierda, nos muestra la tercera cascada, la más sublime y grande, con triple salto. Parece que Oslo se diluye en la naturaleza en este punto. La caminata corta es como una alegoría del paso de la industria a lo bucólico. En lo alto de la catarata un busto rememora la historia del barrio. Es de Oskar Braaten, el escritor que denunció las duras y muchas veces inhumanas condiciones laborales de los trabajadores a finales del siglo XIX y principios del XX.
La segunda escultura se encuentra en medio del puente en lo alto de la catarata y que sirve para volver a cruzar el Akerselva. Es un retrato en piedra de un grupo de mujeres aguerridas y determinadas, un canto las féminas trabajadoras. El puente desemboca a otra calle con fachadas de ladrillo oscuro. Una de ellas fue una factoría de neumáticos y ahora es el Café Maneflika.
Akerselva
Desde lo alto de la tercera cascada, la más sublime, Oslo queda río abajo, como un ensueño urbano apenas intuible
Desde el Maneflika se puede iniciar el descenso por la otra orilla, en una senda de lozas y escalinatas de madera donde el agua de la cascada salpica hasta los comensales de la terraza de un restaurante con miradas privilegiadas al espectáculo acuático. Oslo queda río abajo, un ensueño urbano apenas intuible ahora entre el rumor del agua agitada.
Se puede seguir el Akerselva arriba y abajo, pero una buena idea consiste en descender por el camino de piedras alisadas hasta el puente de la Facultad de Bellas Artes, reconocible por la cantidad de candados atados a las barandillas -una moda que está prosperando en las ciudades de todo el mundo- y desde allá adentrarse al corazón residencial de Grünerlokka, recorrer la calle Thorvald Meyers -reconocible por sus tranvías- y llegar a la plaza Olaf Ryess, donde las cafeterías disponen de mantas gruesas de pieles para que los clientes más recalcitrantes puedan fumar hasta en invierno.
Ese recorrido también lo hacía, de pequeño, un chico llamado Edvard Munch, criado en el ambiente fabril de Grünerlokka antes de ser el pintor expresionista más famoso del mundo, que siempre ha sido un polo de atracción de la inmigración. Ahora también. Y Oslo cuenta con 33% de la su población llegada del extranjero. Muchos recién llegados, en la época industrial, alquilaban habitaciones que daban a un patio interior, en el que compartían comida, cigarrillos y charlas con otros trabajadores. Un divertimento en Grünerlokka consiste en buscar puertas enrejadas o entreabiertas y echar una ojeada al interior de los bloques de pisos. Así era la vida proletaria en Kristiania, el nombre oficial de Oslo hasta 1924, cuando volvió a adoptar la actual denominación. En ese pedazo bohemio de Oslo, la vida pasa de paseo en paseo, de café en café, de galería de arte a galería de arte.