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Filipinas: un lugar al que volver

Una vuelta al mundo

El país es un lugar cuyos contrastes deberían llevarnos a reflexionar sobre la necesidad de iniciar cambios verdaderos en nuestra manera de vivir

Palafitos y barcas en la isla de Busuanga. En las islas pequeñas, la forma cálida de recibir al otro se multiplica de forma espectacular

Flavia Company

Llegué a Manila en avión y ya en el aeropuerto fui al cajero para sacar algo de efectivo con que pagar el taxi. No fue difícil dar con uno. Lo tienen bien organizado. El trayecto hasta la ciudad fue de unos cuarenta y cinco minutos. Habrían podido ser tres horas, según el taxista. No tardé mucho en descubrir que en la isla el tráfico es siempre infernal.

Dejé en la habitación la mochila, me aseé un poco y, tras recorrer el paseo de la bahía, me fui caminando hasta la zona de Intramuros, el lugar donde se encuentra la antigua Manila, tantas veces destruida y reconstruida a causa de guerras y terremotos. De camino, recorrí el parque Luneta, entré en el jardín japonés y luego en el chino. Era domingo y había un montón de gente reunida en el suelo, haciendo picnic o durmiendo la siesta, jugando partidas en distintos tableros, escuchando música. La sensación fue de una caótica alegría, sencilla e inofensiva.

Al llegar a Intramuros se acercó a mí un grupo de guías turísticos para ofrecerme su ayuda. Decliné, les dije que prefería caminar. La lengua común es el inglés. La mayoría de los filipinos lo habla, y una gran parte de ellos, muy bien. Me encantó escuchar el tagalo, que me resulta incomprensible, pero del que capto a veces el tema porque está salpicado de palabras españolas e inglesas, reflejo de las distintas conquistas e invasiones sufridas por el país.

Un agricultor, con el distrito financiero de Makati al fondo

Francis R. Malasig / Efe

Una vez allí no tardé en alejarme de las calles dedicadas al turismo e internarme en la trastienda, por decirlo de algún modo. Y fue allí donde me enfrenté, ya el primer día, a una idea que venía fraguándose en mi cabeza desde el inicio del viaje, una sensación que se iba acrecentando a medida que avanzaba. Una reflexión que me había asaltado igual en Cuba que en Panamá, tanto en Colombia como en Argentina o Uruguay, igual en Chile como en su isla de Pascua, lo mismo en la Polinesia francesa que en Nueva Zelanda. Tras más de media vuelta al mundo y ocho meses de viaje encontraba el referente literario que había estado rondándome sin que yo lo localizara. Los que se alejan de Omelas, el relato de Ursula K. Le Guin. Fue como revelar el palimsesto y, a partir de ahí, plantearlo todo desde ese lugar. Me ha dolido Filipinas tanto como me ha enamorado. Contiene el mundo.

El relato de Le Guin describe ese lugar, Omelas, como una población en que todo el mundo es feliz –y dice la autora que interpretemos la felicidad como aquello que a nosotros nos la daría–. ¿Y a qué se debe tanta felicidad en ese mundo? “En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o tal vez en el sótano de una de sus espaciosas casas particulares, hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas. (...) En un ángulo del cuchitril un par de fregonas, con las bayetas tiesas, pestilentes, llenas de grumos, están junto a un balde oxidado. El suelo está sucio, pegajoso como es habitual en un sótano abandonado. (...) En el cuarto hay un niño sentado. Podría ser un niño o una niña. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi diez. Es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el abandono.(...) Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente con saber que está allí. Todos saben que tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros no, pero ninguno ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus becarios, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo dependen por completo de la abominable miseria de ese niño”. El niño del relato pide a veces auxilio. Pero cada vez menos, con menor fortaleza y convencimiento: “La gente que está en la puerta nunca habla, pero el niño, que no siempre ha vivido en el cuarto de los trastos y recuerda la luz del sol y la voz de su madre, a veces habla: ‘Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno’”.

Viajes

Filipinas está lleno de lugares cuyos paisajes cortan el aliento

Filipinas está lleno de lugares cuyos paisajes cortan el aliento. Muchos de ellos son prohibitivos, sobre todo los que se sitúan en las islas privadas, feudo de determinados hoteles a los que únicamente se puede acceder previa reserva y por medio de las embarcaciones autorizadas para fondear o atracar allí.

Después de unos días en Manila, en que no hice más que constatar la ingente cantidad de personas que vive en la calle, el sinnúmero de niños que pululan por ellas sucios, descalzos y hambrientos y la convivencia de esa situación con una apabullante normalidad en que, por poner algunos ejemplos, los negocios abren, los vehículos circulan, las autoridades van armadas y los bancos operan con su habitual desparpajo, me fui a la isla de Palawan, a Puerto Princesa, en un avión pequeño que no consiguió aterrizar sino a la tercera tras un anuncio del piloto, que, tras el primer intento fallido, nos comunicó que volveríamos a intentarlo. ¿Intentarlo? Nunca antes había despegado desde el aire y pensé que tal vez era el único modo de volar allí: no tocar tierra, no ver, no saber, no mirar.

Pero miré. Y vi que Puerto Princesa repetía hasta cierto punto la estructura desigual de Manila, pero, como siempre ocurre con los lugares pequeños, de un modo menos purulento. Y si en Manila la gente ya era amable y sonriente, en las islas pequeñas esa forma cálida de recibir al otro se multiplica de una manera espectacular y es fácil sentirse como uno más, en casa.

Como todos los núcleos urbanos de Filipinas, Puerto Princesa es una especie de distribuidor desde el que desplazarse a puntos en donde el turismo encuentra lo que va a buscar: buceo, playas paradisíacas, atardeceres inexplicables, buena comida, buena bebida, descanso y la idea del paraíso. En mi caso, el viaje fue hasta El Nido. Seis horas en una furgoneta cuyas ruedas ya no tenían dibujo alguno y a una velocidad que en las curvas parecía la de despegue. Tras bajar por fin sana y salva en medio de la nada me quedaban todavía un par de kilómetros cargada con la mochila, por la playa y bajo un sol sin piedad hasta llegar a Las Cabanas Beach Resort, un lugar de verdad espléndido desde el que vi algunas de las puestas de sol más alucinantes de toda mi vida y en donde trabé amistad con su directora, Hazel, y el maravilloso equipo humano que trabaja con ella y con quienes compartí charlas y bebidas hasta altas horas de la noche. Allí me picó una medusa sin mayores consecuencias. Omelas estaba en mi pensamiento.

Una extraña puesta de sol, sin filtros, ante Las Cabanas Beach Resort, en la isla de Palawan

Flavia Company

Siguiente destino: Coron. Otro gran distribuidor de camino a distintas islas. Me trasladé hasta allí en un barco rápido que tenía que tardar tres horas y que necesitó casi seis a causa de la mala mar. Todos los pasajeros apiñados en asientos estrechos en una bodega casi congelada por el aire acondicionado, con las olas estrellándose en los amplios portillos a babor, estribor y proa. Y de ahí a una isla privada, en otra embarcación, en este caso una de esas curiosas barcas equilibradas por dos grandes patas a lado y lado en vez de una quilla que les impediría operar como lo hacen a causa de las altas y bajas ma­reas. Allá, en Sangat, experimenté la emoción de ver bajo el agua el precipicio que se forma donde terminan los arrecifes de coral, la suerte de perseguir peces de todos los colores y formas, la sorpresa de tener que ser rescatada al volcar mi kayak a causa de un temporal sobrevenido de forma imprevista cuando intentaba regresar a la isla desde algunas millas de distancia. Y de nuevo, entre tanta belleza y armonía, la dolorosa idea de Omelas.

Tras un mes en el país, antes de emprender de nuevo el viaje, esta vez hacía Japón, unos días en casa de mi anfitriona en Filipinas, a una hora al sur de Manila, un lugar donde vivir una vida de familia junto a dos niñas, su madre y un perro, en una casa bonita y silenciosa y desde donde disfrutar de excursiones hasta algún volcán, a ver los extensos campos de arroz, a conocer la rica vegetación de interior de un país cálido y hospitalario que ha significado para mí un antes y un después. Estoy entre quienes se alejan de Omelas no para siempre, como los personajes de Ursula K. Le Guin, sino para volver sabiendo.

Filipinas

La luz de Lovely

Llegué a Manila en domingo a la tarde. El hotel que había elegido, The Luneta, estaba cerca del paseo de la bahía, así que decidí darme una vuelta por allí, convencida de que se trataría de un lugar agradable. Mi primera sorpresa fue ver el gran tamaño de la embajada de Estados Unidos que se encuentra al comienzo del paseo. Después, el estado de deterioro de este y el fuerte olor que proviene de la orilla del mar. Decidí avanzar. No había turistas y, sin embargo, sí había personas que ofrecían masajes, puestos de venta de bebidas y comidas, gente durmiendo en el suelo, adolescentes con hambre intentando bajar cocos de las palmeras a golpes de palo.

De pronto vi a dos niños dormidos en un carro con bicicleta. Me detuve a hacerles una foto. No sabía que la mujer que estaba a mi lado era la madre de las criaturas. Me dijo con una sonrisa y en un inglés más que suficiente, “es nuestro hogar”. “Bonito”, le contesté. Me contó que se llamaba Lovely y que vivía allí con sus tres hijos. Estaba embarazada del cuarto, que no tardaría en llegar. “Mi marido desapareció. Mejor, menos discusiones”. Le regalé mi pañuelo. Dijo que envolvería al bebé con él y que lo guardaría como recuerdo. Charlamos un rato más. Me permitió tomarles unas fotos. Después seguí caminando. Al día siguiente regresé. Le llevaba una bolsa con comida y había inventado una excusa perfecta para darle algo de dinero. Cuando llegué hasta el lugar donde debía encontrarse, ya no estaba. Sus amigos me vieron y vinieron a contarme que se había ido de urgencias al hospital. Que tal vez ya estaba dando a luz. A luz, pensé, a luz en medio de tanta oscuridad.