El corazón de Navarra esconde una localidad muy particular y de gran interés turístico. Situado a 43 kilómetros al sur de Pamplona y 63 kilómetros al este de Logroño, el municipio de Olite guarda una vital importancia para el territorio, tanto presente como pasada. Esto no solo se debe a los más de 4.000 habitantes que ocupan sus calles sino también a su monumento más significativo: el Palacio de los Reyes de Navarra.
Conocido popularmente como el Castillo de Olite, esta construcción fue antaño el hogar del rey Carlos III, apodado El Noble. Un conjunto arquitectónico gótico y civil, catalogado como uno de los más importantes de España e incluso el continente europeo, además de ser el mejor conservado de la comunidad. Su aspecto, pero, es lo que ha atraído a miles de turistas a lo largo de los años, ya que según muchos parece extraído de un cuento.
“Lo cierto es que su arquitectura es deslumbrante. Solo con ver la silueta de la fortaleza, que se conserva prácticamente igual que en su origen, es impresionante. Es totalmente irregular, como si se hubiera construido de manera caprichosa, anárquica, sin buscar la simetría. Es una explosión de formas, como un juego que llama la atención de todo el mundo”, explicaba Miguel Sobrino, autor del libro Castillos y murallas, en una entrevista al diario ABC.
“Es como si cada ventana se hubiese puesto de cualquier manera, mientras una torre se levanta en un sitio insospechado sin que haya otra igual. Si a eso le unes la vida que había en su interior, Olite se aleja de la imagen oscura e ingrata que se asocia con los castillos”, comentaba. La construcción se remonta al siglo XIII, cuando El Noble asumió el trono de Navarra con un objetivo adicional: buscar una vida diaria tranquila.
Un ápice de tranquilidad
“La capital del Reino de Navarra era Pamplona y Carlos III decidió construir dos castillos más, uno en Tafalla y otro en Olite, para alejarse del ambiente cargado de dicha ciudad. Quería estar a sus anchas y hacer fiestas. Del de Tafalla no queda una sola piedra, ni planos ni nada. El de Olite, por lo menos, conservó sus ruinas y se pudo reconstruir”, exponía Sobrino. A pesar de ello, el bullicio entre los muros siempre era constante.
“La vida dentro era muy divertida. La fortaleza nunca tuvo una función militar, más bien cultural y festiva, para el esparcimiento. Como máquina militar fue muy poco eficaz. Se dice que, incluso, se celebraron corridas de toros en su interior. En el libro cuento que el origen de las plazas de toros estaba en los patios de armas de los castillos, que en ese momento eran cuadrados o rectangulares. No fue hasta el siglo XVIII cuando se empezaron a construir las plazas redondas similares a las que conocemos hoy”, explicó.