Viena. Concierto de Año Nuevo. Sí. Un, dos, tres. La Viena de Klimt, de Schiele, de Zweig. Un, dos tres, la de Sisí, Freud y Hundertwasser. La ciudad de los cafés, imperturbables al paso del tiempo, con la signora Monica Stauber al frente del centenario Sperl. La Viena de Hitler, Stalin y Trotsky. Parece que la vieja Vinda Bona (Buenos Aires, así la bautizaron los romanos), ya no tenga secretos. Tampoco el de que es la mejor ciudad del mundo para vivir según varios barómetros.
Ciudad vitícola
La cosecha anual de la capital austriaca es de 2.5 millones de litros mimados por 140 vinateros y un sello de calidad especial
Y en realidad tiene un as en la manga, una carta escondida y a la vista, exuberante, frondosa, embriagadora y lejos del mundanal ruido. En realidad, su tesoro más preciado. Federico García Lorca escribió de Viena en su famoso poema, sobre el Museo de la Escarcha. ese que al que han cantado los Morente o Sílvia Pérez Cruz, y eso es lo que es ahora, precisamente, un manto de 700 hectáreas de viñedos que rodean tres cuartas partes de la ciudad.
En las colinas, extensiones de viñas entrelazadas donde ahora reina el rocío y el silencio. Viena grita vals, baila a Strauss, no sólo los ricos. Cada gremio organiza su baile. El de los dentistas, el de los fontaneros... Pero cuando acaba el verano, justo después de la generosa cosecha, los vieneses gritan “¡Sturm!, ¡Sturm!”. Y las heuriger (las tabernas campestres) y los bares anuncian “¡tormenta, tormenta!”.
Es el nombre del mosto, turbio y con tonos verdes, fresco y dulce que sale del primer pensado y que se bebe en las colinas, en las mismas bodegas, cuando el tiempo acompaña. Es tiempo de romería, de respirar aire fresco, hablar con los vendimiadores y los viticultores de cómo ha ido la cosecha: unos 2,5 millones de litros. Hay cuatro recorridos: de Neustift a Nussdorf, de Strebersdorf a Staamersdorf, un tercero alrededor de Öttakring y uno nuevo que recorre Mauer.
Bosque, viñas y casas señoriales. Es la Viena que camina campo a través con botas de montaña. El baile y el pizzicato de los violines llega meses después. En alemán Viena es Wien y vino es wein. ¿Casualidad? Tal vez ¿Lema perfecto? Sin duda. WeinWien.Wienwein.
Desde lo alto, entre bosques y racimos de chardonnay y de pinot, se ve la ciudad, los pináculos de su catedral y sus iglesias y el serpenteo del Danubio (gris) y del canal que corre en paralelo. No hay ciudad en el mundo que tenga tantos viñedos en su término municipal y el 2023 ha sido año de bienes.
Barbara Wieninger, camino de los 80, pisa con garbo la tierra donde nació, se crió, tuvo hijos y sigue haciendo vinos. “Corta por aquí”, indica al visitante un poco descolocado al ver que en una misma ristra de cepas hay distintos tipos de vino. Ese es el secreto del secreto del vino de Viena: se llama Gemischter Satz.
Por lo general es vino blanco, espumoso o con aguja, hecho de varias clases de uva (hasta 20 distintas) que con los años ha adquirido una gran calidad y, desde hace 10 años, una denominación específica (Districtus Austriae Controllatus, DAC), además del respeto de vinateros con más renombre histórico como los alsacianos o los alemanes.
Fórmula especial
El vino vienés se llama Gemischter Satz, por lo general blanco, de aguja, hecho de varias clases de uva que crecen juntas
“No hay dos años iguales, el clima es caótico, pero nos las apañamos”, explica Fritz el hijo de Barbara, orgulloso del reconocimiento que la variedad de vino vienesa ha tenido en los últimos años y que el resultado de la unión de los vinateros (en total 140) que han establecido sus normas y sus cotas de calidad.
Viena fue durante décadas una burbuja, ajena a los rigores de la influencia soviética (pero pendiente de los tanques en Bratislava a 100 km de distancia) y distanciada del progreso acelerado del resto de Europa occidental.
Sigue siendo una burbuja en forma de vino, un sector que no acaba en las colinas, que se enrama en los palacios, los hoteles, los bares, los restaurantes y las tiendas específicas. El Palais Coburg, que da nombre a la segunda familia real más importante de Austria, después de los Habsburgo, es un hotel de lujo en el que no hay habitaciones. Solo suites: 34.
El Palais lo es en todos sus rincones; lo es en sus catacumbas donde se puede admirar una de las bodegas más impresionantes del mundo, con vinos de todos los continentes que, botella a botella, hay hasta 60.000, suman un valor de 23 millones de euros.
En una de las seis bodegas, la del Nuevo Mundo, que huele a la madera de un barco surcando el Atlántico o el Pacífico y contiene vinos de Chile, Argentina, Estados Unidos, Australia y de los “países exploradores”, España y Portugal. La botella más grande de la colección, contiene 27 litros de un vino de Rioja. “Nunca compramos botellas de subastas”, porque no podemos saber en qué condiciones se han guardado, explica Christian, uno de los sumillers.
La metamorfosis de una ciudad
Cafeterías, vinaterías
Adormecida durante décadas por los rompecabezas de la II Guerra Mundial, Viena se quedó casi atrapada en ámbar entre dos mundos antagónicos que se miraban y no precisamente de reojo. Pero en los últimos años se ha abierto al mundo sin descuidar su pasado imperial y potencial museístico, el legado de su literatura y sus cafés. Y lo ha hecho con una oferta artística que está rompiendo moldes y con una nueva cultura gastronómica (la de los grandes cocineros estrellados, algunos vegetarianos como Paul Ivic), del vino local que es sorprendente y que ha creado una nueva espina dorsal sobre la que se levanta la ciudad. Por la noche, los bares, clubs y coctelerías, la del Hotel Beethoven merece una visita, han acabado de cambiar el paisaje.
“El vino más antiguo de la colección es de 1727 y tenemos otros de 1795”, recuerda. Hay vinos de precios estratosféricos, de hasta casi 150.000 euros, otros de 400 y algunos más asequibles. En el bar, algunos se sirven a un precio que, visto el nivel, es acceptable.
En el paseo por las profundidades del Palais, una cata de algunos caldos: uno de Georgia, de color anaranjado, que está hecho con la técnica vinícola más antigua que se conoce, con tinajas de barrio. La bodega francesa es la estrella de esta ópera vino-vienesa. Botellas por un valor de 17 millones esperando a ser descorchadas. Un espectáculo, sin olvidar la tempestad de burbujas y precios de la bodega de cavas.
¿Un Bollinger del 2002 R.D. Extra Brut Magnum? 850 euros. ¿Un Dom Pérignon Magnum del 2008? 950. Un Arnould Rosé cuesta 100 euros. “Beber un vino o un cava que vale más de 400 euros es para aquellos que saben mucho, que saben distinguir muchas notas”, apunta el cicerone.
Un tesoro
Las seis bodegas del hotel Palais Coburg guardan 60.000 botellas que suman un valor de 23 millones de euros
Para no marearse, hay que comer. Todos los sabores y precios. La huella de cocineros fuera de serie como Heinz Reitbauer, Silvio Nickol, Paul Ivic o Juan Amador, de origen español, el primer tres estrellas Michelin de la ciudad.
En Das Loft, restaurante en la cima de un edificio de Jean Nouvel, la experiencia es múltiple: las vistas sobre la ciudad son las más impresionantes, la comida es de altura, los vinos que se sirven, todos vieneses burbujean, en el aire los compases de la música del DJ y en el techo, como un cielo ardiente y en movimiento, las proyecciones de la artista Pipilotti Rist.
En Alma, una gastroteca que regentan Christina Nasr y el chef y sumiller Andreas Schwart, el vino es sagrado pero a precios razonables y el menú mima las verduras en todas las texturas posibles.
Estos son establecimientos modernos, los clásicos heuriger no necesitan presentación: las tabernas ofrecen cocina tradicional vienesa (es decir de todos los rincones de lo que fue el Imperio Austro-Húngaro) como el schnitzel o el tafelspitz, regados con los vinos de los propietarios.
Un comensal de lujo
Beethoven, que se mudó hasta 67 veces en la ciudad, comió y bebió en muchas de las tabernas de los distritos vinícolas vieneses
Siempre fue así: Beethoven, que se mudó nada menos que 67 veces ( a veces por manías, otras por deudas) en Viena bebió y comió en decenas de heuriger, incluido el Mayer-am-Platz, que también lleva su nombre porque está a cuatro pasos del museo y el parque Beethoven. La Obermann es otro clásico de bandera.
El vino en Viena se ha convertido no en una excusa para reunirse con los amigos, como tradicionalmente ha sido el café, sino en el motivo, el motor de proyectos como la tienda Vinifero, que en realidad es una vinatería regentada por una asociación de mujeres, encabezada por Claire Yuan, que trabaja en red para que las cocineras y sumillers vayan ocupando más espacios en la restauración vienesa.
Hoy en día, la tradicional figura el ober, ese camarero arrogante que te servía casi por piedad, ha decaído en la vieja ciudad del Danubio. Los cafés están llenos de camareras y el trato es muy diferente. El vino sirve para amenizar hasta talleres como los que organiza la ceramista Vera Grillmaier de la asociación Never at home. Acaba el año y la ciudad vibra, afina sus instrumentos, mientras la tierra duerme bajo el manto de rocío a la espera de una nueva cosecha. Vida, vino, violines, vals, Viena.