Yoko Ono besa a un John Lennon en blanco y negro. Discos de Neil Young, Neil Diamond y María Dolores Pradera… y el último ultimísimo de Van Morrison. Afuera en el patio reposa un caballito de tiovivo de madera más que centenario. El artista tiene ya en la cabeza una peana para que el corcel esté más cómodo. Con eso y una barra cromada está casi como nuevo.
El caos es bienvenido en el estudio: cajas vacías, cajas llenas, pasado, presente y más pasado. Algo de futuro. Fotos de amigos y grabados colgados con pinzas después de ser rescatados de una reciente inundación del estudio. Juguetes de niño, un futbolín más grande que el Maracaná de 1950 y esculturas de hierro, que es la edad en la que habita el artista.
Hierro en carne viva
Aguilar ha forjado su camino sacándole los colores al metal: rojos, naranjas, amarillos, azules y añiles
Darío Aguilar (Barcelona, 1955), fue, es y será pintor. En un rincón, lienzos suyos de otras épocas. Los pinceles no andan muy lejos. Está pensando en usarlos de nuevo, pero en los últimos años este polifacético artista ha forjado su camino sacando al hierro todos sus colores: rojos, amarillos, naranjas, azules y añiles… Hierro en carne viva con piezas en el cruce de fronteras entre el arte, el diseño, la escultura y el interiorismo.
“Ahora no pinto, pero lo que sé es pintar –explica–; estuve con varias galerías, exponiendo en Madrid y Barcelona, pero ese mundo ya lo abandoné hace años. Me cansé de la pintura. Descargué mi mochila y volví a empezar. Me encaminé a la escultura. Aprendí forja, me interesaba el hierro”, recuerda.
Aguilar trabaja piezas únicas, siempre por encargo. Sus mesas metálicas con letras dibujadas al ácido son leyenda. Fueron buenos tiempos. “Luego, con la crisis del 2008, ya no remontamos, luego vino la pandemia, ahora Putin…”, lamenta.
El reloj de pared funciona en el estudio taller de Aguilar, marca las once pasadas, pero el espacio, enclavado en unas viejas casas (de momento) salvadas de la piqueta en el barrio barcelonés de Vallcarca, es una isla del pasado, un gabinete gigante de curiosidades, trastos nobles y toques tiernos, casi autoparódicos, como la foto de su primera comunión, vestido con hábito y sandalias de fraile.
“Aquí está mi vida, me divierto, me gusta este trabajo, este éxito plano que no tiene una cima muy alta, porque luego viene la caída. Hacer lo que me gusta ya es un triunfo, y si puedes vivir de ello, el éxito es total”, expone.
La ambición máxima de Aguilar es trabajar bien. El lujo, casi inalcanzable, es hacerlo a la velocidad que él desearía en un mundo que, a su juicio, “va demasiado deprisa”. “Creo que cualquier tiempo pasado fue mejor”, declara con las manos ennegrecidas. “Las manos siempre las he tenido sucias, siempre he estado en la trastienda, poniendo carbón a la máquina”.
Polifacético
Una cita con Claes Oldenburg
Aguilar se acuerda de sus inicios, anteriores a sus años de tela y pincel, ya había salido de la escuela de Bellas Artes y se dedicaba a proyectar, diseñar y hacer maquetas. "Aprendí CAD e iba de estudio en estudio, eran los años previos a los Juegos del 92 y tenías todo el trabajo que quisieras. Me acuerdo que hicimos la maqueta de la escultura de Las Cerillas de Claes Oldenburg, al que conocí personalmente”. Aguilar ha tocado todas las teclas, todos los formatos, llegó a diseñar posavasos que se vendían bien. La Vanguardia le entrevistó en 1995 para una expo en la que artistas como Montesol o Lucía Valverde también participaban. El artista se acuerda de aquella cita perfectamente. El periodista que escribió aquella nota la había olvidado mucho tiempo atrás.
Mientras habla, las ideas afloran, los recuerdos se entrelazan. De manera excepcional, alguien trasiega en el taller. “Siempre trabajo solo y lo hago todo, pero he aceptado unas semanas a un alumno Erasmus que estudia fresa y torno”. El estudiante es italiano, se llama Anás y corta hierro con destreza.
El artista recuerda que el taller donde trabaja fue durante muchos años una tocinería que regentaron Jacinto Subietas y su mujer. Subietas fue un boxeador del peso gallo y de cierto éxito en la década de los treinta en Barcelona. Manos de plomo y guantes de seda. Aguilar es justo lo contrario: tiene manos de plata y guantes de acero.