Hace una semana ocurrió lo inconcebible. LVMH, el grupo de marcas de lujo liderado por Bernard Arnault y del cual su familia es accionista mayoritaria, convirtió la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París en un anuncio publicitario. Como tal, tuvo un precio: para proclamarse patrocinador prémium del evento, la empresa pagó alrededor de 150 millones de euros, el 0.17% de sus ingresos totales de 2023, que alcanzaron los 86.2 mil millones.
Hasta el pasado viernes, los Juegos Olímpicos eran espacio reservado para el deporte, el marketing de firmas estaba fuera de competición, y estas sólo aparecían cuando podían aportar algo. Por ejemplo: Panasonic ha contribuido con equipos para las retransmisiones televisivas y lavadoras para la villa olímpica; y Omega se encarga tradicionalmente de todo aquello relacionado con el tiempo y los tiempos. Si las cosas hubieran sido como eran, la aparición de LVMH en estos días se habría limitado a los baúles que guardaron la antorcha olímpica y todavía guardan las medallas que no han sido repartidas, con las que el grupo también habría obtenido presencia al haber sido realizadas por la casa de alta joyería Chaumet.
Hasta ahora, la organización ha sido tan proteccionista, que ni el logo de las firmas que hacen los uniformes de los atletas es visible en las prendas. En cambio, el pasado viernes, en la ceremonia de apertura de París 2024, la compañía metió a millones de espectadores (sólo en España la audiencia fue de 9.4 millones) en el taller de Louis Vuitton, inaugurando un cambio de tendencia y confirmando que pocas cosas hay que el dinero no pueda comprar. ¿Qué tiene el deporte que resulte tan atractivo para la industria de la moda?
Durante un tiempo, las marcas se limitaban a comunicarse con los consumidores a través de modelos. Fácilmente moldeables, eran lienzos en blanco que podían pintarse una y otra vez con aquello que las firmas quisiesen transmitir. Como lo poco gusta y lo mucho cansa, en la década de los 90 las estrellas de Hollywood se convirtieron en un filón. Menos perfectas que los modelos, tenían personalidades con las que el público podía identificarse. Después de los actores llegaron los músicos, y ahora la industria ha colocado su foco sobre los deportistas.
No es algo nuevo (aunque en su momento le llovieron las críticas, hoy todo el mundo está de acuerdo en que David Beckham tiene estatus de icono de estilo, a lo largo de su carrera, Rafa Nadal se ha asociado con Armani, Tommy Hilfiger o Vuitton, y en las semanas de la moda es habitual ver a futbolistas sentados en primera fila), pero sí un fenómeno que, en plena era de la influencia, está explotando. Tanto, que Business of Fashion estima que el mercado global de patrocinio deportivo pasará de 63,1 mil millones de dólares en 2021 a 109,1 mil millones de dólares en 2030.
Louis Vuitton convirtió a Carlos Alcaraz en embajador de marca el año pasado, Dior ha hecho lo propio con la gimnasta Mélanie de Jesus Dos Santos o con el especialista en salto de longitud Erwan Konaté (en los últimos meses, la maison ha nombrado embajadores a 24 atletas, 15 de ellos mujeres) y hace tres años Gucci consiguió que el tenista Jannik Sinner llevase una bolsa con su logo en Wimbledon antes de convertirle en estrella de su campaña publicitaria. En el marketing de moda, también hay quien llega antes a la meta: Prada fue muy rápida vistiendo a la celebridad del baloncesto Caitlin Clark para el Draft de la NBA el pasado mes de abril, y Loewe convirtió a la futbolista Megan Rapinoe en una de las protagonistas de su campaña en 2020.
Al abrazar a estas figuras, las marcas también abrazan todo lo que las rodea. Sus valores deportivos, sus historias de superación, el aura dorada de la victoria. Con los atletas, además, hay menos posibilidades de llevarse disgustos, porque su estilo de vida les hace menos proclives a los tropiezos. Con ellos las marcas acarician a los millones de seguidores que estas estrellas tienen en redes sociales, y que normalmente no coinciden con la audiencia de esas marcas. Para colmo, la naturaleza de los eventos deportivos los convierte en uno de los pocos momentos en que consumimos contenido en directo y no bajo demanda.
En este juego, los atletas también ganan. Tal vez no tanto como las marcas, pero ganan. La carrera del deportista es, en la mayoría de los casos, corta. Por eso algunos se afanan por involucrarse en actividades que puedan expandirla, y en compartir sus personalidades para llevar su influencia más allá del deporte: postean lo que hacen, lo que comen, lo que llevan. No hay que olvidar, claro, la cuestión del dinero ni la capacidad para nutrir el ego que constituye que una firma de lujo quiera darte la mano.
¿Qué se puede esperar de esta tendencia? Que un deportista acabe convertido en director creativo de una firma. Quién sabe, tal vez eso es lo que están esperando la medallista Simone Biles o el nadador Tom Daley, que todavía no se han asociado con ninguna firma. Tal vez la próxima estrella surcoreana en hacer gritar a hordas de fans a la puerta de un desfile sea la tiradora Kim Yeji, que estos días se ha convertido en toda una sensación en las redes sociales. A este partido le queda mucho tiempo de juego.