Hubo un tiempo, a principios del siglo XX, en que el Cabanyal quiso ser Donostia, con sus balnearios de Las Arenas y Las Termas Victoria, sus pintorescas “barraquetes” y sus restaurantes y merenderos. Se construyó incluso un pabellón dentro del mar, que resistió un par de décadas, hasta que un temporal hizo temblar sus cimientos de madera. También había Tiro de pichón, ostrerías, y un rústico tranvía y tartanas para traer a la burguesía del cap i casal y a los primeros visitantes. El Club Náutico tuvo la primera sede en el Maria Daria, una goleta desarbolada y anclada junto a la Escalera Real, en el puerto. En la dársena practicaban los del Club de Regatas, mientras se disputaban los primeros partidos de “foot-ball” en la Platgeta. Las gentes lucían bigotes caracoleados, amplias pamelas y bañadores de presidiario, y los niños se fotografiaban montados en caballos de madera…
En la vida de las ciudades hay un momento de ambición desmesurada, el tiempo de soñar con ser otra cosa distinta, no siempre mejor, un esfuerzo ímprobo por renovar un modelo que se cree agotado. Luego suele llegar una profunda y larga decadencia. Sucedió también, mucho tiempo después de aquella eclosión, con la Copa del América y la Fórmula 1. Como si la resaca del placer efímero, espoleado por las ansias de grandeza, fuese, en realidad, nuestro día a día. Así suele pasar, al menos, en la capital valenciana. Alma pirotécnica, dicen.
Ha pasado un cuarto de siglo, o así, pero yo bailé un pasodoble sobre el parqué de Casablanca. En aquel entonces hacía ya mucho que era un espacio fuera de su tiempo, un cenáculo de felices nostálgicos. Abajo estaba ACTV, ya de salida. Apenas unas escaleras separaban –como un abismo– dos formas de entender el mundo, la vida y la noche. Estaba por llegar Akuarela. Con luna llena, el enorme mirador acristalado de Casablanca era una ventana bucólica al Mediterráneo, a la amplísima playa de arenas finas y blancas donde se había cerrado otra época más remota, tiempo atrás, la de “la pesca del bou”. De aquel tiempo en que las naves llenaban las playas, aún sobrevivían, frente al mirador, media docena de barcas. Sus propietarios almorzaban en ellas y recordaban los viejos tiempos. Ya nadie las empujaba sobre traviesas hasta el agua, pero hablaban de cuando eran jóvenes y lo hacían.
Las capas de una ciudad son como las paredes de una vieja casa que se pintan una y otra vez. Nuestro presente se construye sobre todos los sedimentos de lo que fuimos. Sin esa memoria apenas somos un verso libre, perdido, errático. La memoria es la brújula que nos regala las coordenadas.
Las capas de una ciudad son como las paredes de una vieja casa que se pintan una y otra vez. Nuestro presente se construye sobre todos los sedimentos de lo que fuimos.
Tardé años en caer en la cuenta de que aquella mirada sobre el mar, desde el ventanal de Casablanca, tan amplia que abarcaba la historia de la ciudad, formaba parte de mí desde mucho tiempo atrás. Siempre había estado ahí, siendo determinante, tal vez, en muchas de mis decisiones vitales. El iaio (el único que conocí) murió dos meses antes de que yo cumpliera los cinco años. Recuerdo el vacío inquietante de aquel momento, de los meses posteriores. Me llevaba a ver barcos y trenes, y aún sueño con dos escenarios recurrentes que compartimos: por un lado, las vías junto a Las Termas y su apeadero, y la caseta del ferroviario, acristalada, en alto, donde el trenet giraba 90°. Por otro, el ventanal de Casablanca, que debí ver tantas veces desde la playa. En mi sueño está una habitación secreta y tardo en llegar. Cruzo la pista de baile de parqué, me acerco a la cristalera y me extasío con la contemplación del mar y la playa. Es como un gran puente de mando. Siempre hubo una Valencia que vivió de cara (no de espaldas) al mar.
La desmemoria es tentadora. Para las personas y para las ciudades. En una cena de Navidad intentaron convencerme de que la memoria es un lastre que impide vivir el presente con plenitud. Quizá obsesionarse con el pasado no sea saludable, pero parece inconcebible vivir sin memoria. Sin brújula. Sin coordenadas. Sin contexto. Diría, incluso, que es un tanto irresponsable. La memoria es un instrumento, también, para la justicia. Y, por tanto, para un futuro mejor. Feliç any nou 2025.