Mi amigo Jaume Chornet es de Pinedo, pueblo evacuado la fatídica noche del 29 de octubre de 2024. Ubicado junto a la desembocadura del nuevo Turia, ese núcleo urbano se salvó, finalmente. Catástrofes como la del 57, la del 82 o la de 2024 quedan grabadas a fuego. Y Chornet recuerda estos días lo que siempre comentaron los más viejos del lugar: que en el 57, a la mañana siguiente de la riuà, el cielo se pobló de helicópteros. Lanzaban panes y quesos. Lanzaban esperanza. No existía la tecnología de hoy, ni aplicada a predicciones meteorológicas ni a comunicación ni a equipamiento de emergencias, y, por tanto, la prevención y la capacidad de respuestas eran mucho más complejas. La reconstrucción fue vergonzosa, por parte del régimen. Lo más digno, el Plan Sur, lo pagamos los valencianos con el famoso sello. El estado falló, de forma flagrante, y, pese a ello, entendió que, al día siguiente, debía mostrar su presencia, y mitigar así el primer impacto del miedo.
Cuenta el escritor Santiago Posteguillo, en un relato estremecedor, lleno de pausas que tratan de modular su propia angustia, cómo en Paiporta, durante tres días con sus noches, no apareció nadie. No había luz ni agua. A un paso de la tercera ciudad de España. El terror inundó cada pueblo y cada casa de l’Horta Sud. El miedo a no saber qué estaba sucediendo, a sentirse abandonados, a los saqueos, a la violencia, a la devastación, a los cadáveres en las calles, a desconocer el paradero de amigos y familiares. Primero llegaron los voluntarios, luego los que buscaban carnaza a costa de la desgracia ajena, y mucho después, el estado.
Medio millón de seres humanos vive en l’Horta Sud, una comarca devastada en su totalidad. Un millón, si le sumamos los otros pueblos afectados. Y todos estuvieron (y están) abandonados a su suerte. Abandonados por Mazón, con su grotesca ineptitud criminal: el “president” pudo evitar la mayoría de las muertes, pero no activó la alarma a las 12 de la mañana, y seguía desaparecido mientras las escenas ya eran escalofriantes. Abandonados por Sánchez, incapaz de decidir que esto a Mazón le venía enorme y de decretar, de inmediato, la emergencia estatal en la peor catástrofe de la historia. Abandonados por Borbón, que no ejerció su influencia, como jefe del Estado y del ejército, ni sobre Mazón ni sobre Sánchez, para arbitrar soluciones inmediatas, esa misma noche. Los tres y todos sus asesores vieron las mismas imágenes aterradoras que todos nosotros. Que tardaran días en reaccionar, al margen de la responsabilidad que les tocara en el reparto competencial, se antoja, sencillamente, inexplicable.
El relato de Posteguillo es, en realidad, el mismo de tantos otros pueblos. Yo sé de primera mano lo que sucedió en Chiva: estuvieron sin agua, luz, gas, internet ni apenas cobertura de teléfono durante tres días, tras haber conocido la furia más atroz jamás vista del barranco. En un escenario apocalíptico, nadie apareció para explicar qué sucedía o cómo conseguir agua potable. Sin saber cuánta gente había muerto. Ni quiénes. “A soles el poble salva al poble”. De nuevo llegaron los voluntarios antes que nadie. Así fue en todas partes, pero decenas de miles de valencianos ya habían vivido algunos de los peores días de sus vidas. Muchos siguen hundidos en ese fango. Nadie olvidará tanta angustia.
Hay otra responsabilidad esencial, de fondo. Es el contexto fundamental: pese a las advertencias de los expertos, ni la España de izquierdas ni la de derechas acometió, durante casi dos décadas, la inversión para acondicionar todo el sistema de barrancos y ríos de la vega de Valencia, y para mantener en óptimas condiciones nuestros pantanos. Tampoco la Generalitat, ni de derechas ni de izquierdas, lo exigió con la convicción que merecía. Zapatero, Rajoy, Sánchez, Camps, Fabra, Puig, Mazón y todos los que pactaron con ellos. No con el mismo grado de responsabilidad, por supuesto, pero todos son corresponsables de que a los valencianos se nos ningunearan las infraestructuras imprescindibles para que pudiésemos vivir con la seguridad que merecíamos. Pese a estar proyectadas desde 2006.
He llorado muchas veces desde el 29 de octubre. Lágrimas sutiles, silenciosas, de tristeza, de rabia y también de emoción. Emoción por la solidaridad de tanta gente buena, valenciana y de todas partes"
He llorado muchas veces desde el 29 de octubre. Lágrimas sutiles, silenciosas, de tristeza, de rabia y también de emoción. Emoción por la solidaridad de tanta gente buena, valenciana y de todas partes. Rabia por constatar en qué manos estamos. Tristeza por los que han perdido la vida y por los que la han salvado, pero han perdido todo lo demás. Pronto habrá pasado un mes. Era esencial alertar. De inmediato, socorrer. Después, reconstruir. Alertar, socorrer, reconstruir. Todo se hizo y se sigue haciendo tarde, mal. Es la sensación generalizada que se vive en los pueblos afectados.
Franco jamás olvidó la resistencia de Valencia a su golpe de Estado. Fuese por ineptitud, por incapacidad o por venganza, la catástrofe del 57 se gestionó con una inacción y una negligencia tan evidentes que el sector más osado de la propia derecha valenciana criticó y denunció la situación. Aun así, los helicópteros trajeron pan, queso y esperanza. Ahora, en pleno siglo XXI, en una de las grandes áreas metropolitanas de Europa, no hemos tenido ni eso. No sé cómo podremos convivir con tanta infamia. Ni con tanto miedo. Porque a la angustia que sufrieron decenas de miles de valencianos durante la “barrancà” de Poio y la Saleta y la “riuà” del Magro, se une el miedo al futuro, con tanto incapaz gobernando nuestras vidas.