La obsesión íntima de cualquier gobernante, especialmente aquellos que han alcanzado el poder gracias a una carambola o debido a circunstancias ajenas a sus méritos, es permanecer todo lo posible en la cúspide. No existe otro objetivo que sea más poderoso. A este fin se sacrifica absolutamente todo: desde la coherencia (en el mejor de los casos) a la dignidad (en el peor de los supuestos), incluyendo, por descontado, los escrúpulos morales, que en la política posmoderna suelen verse como inconvenientes heredados de una mentalidad antigua.
Si persiguiendo este afán un gobernante acierta en sus decisiones se debe, en buena medida, a que éstas son una forma más –sin duda, la más útil– de mantenerse en la cima, más que a la creencia en la ejemplaridad o a auténticas convicciones. El gran problema de la política del relato –que concibe la conquista y la conservación del poder a partir de un ejercicio de autofabulación, en vez de acogerse en la objetividad de los hechos– son los giros de guión. Los cambios de rasante. El derrumbe de las certezas que sostienen un liderazgo político.
Es lo que acaba de ocurrirle al presidente de Valencia, Carlos Manzón (PP), tras el desastre de las bíblicas inundaciones en el Levante español. Un año y cuatro meses después de llegar al poder regional, tras hacer una destacada carrera política en la provincia de Alicante, su estrella personal parece haberse estrellado tras la calamitosa gestión de la gota fría. Siniestro total.
La polémica decisión del Gobierno central de dejar al presidente valenciano solo ante la crisis –en la que, además de la estricta cuestión de las competencias, sin duda influyeron los cálculos electorales del presidente del Gobierno–, no exime a Manzón de sus errores. Hasta su propio partido parece haberle retirado la confianza al insistir en poner a Marlaska, el ministro del Interior, al frente del operativo (insuficiente y tardío) de emergencias.
Es sabido que en la vida se puede pasar de la cima a la sima en un instante. En política sucede exactamente lo mismo que entre el odio y el amor: la línea que distingue el éxito del fracaso, a veces, es tan fina que parece ser por completo inexistente o se nos muestra como invisible.
La catástrofe valenciana, que ha causado un viraje en el debate público en España y hace peligrar hasta el tren del cupo catalán, incluyendo el principio de ordinalidad, cuya aplicación dificultaría las necesidades presupuestarias de reconstrucción de Valencia, cifradas en 31.400 millones de euros, ha elevado la preocupación en todas las cancillerías autonómicas.
¿Cómo evitar que a uno le suceda lo que a Manzón? En el Quirinale de San Telmo, sede de la presidencia de Andalucía, esta pregunta ha comenzado a ser objeto de discusión. Sin haber leído a Michael Ignatieff, cuyo ensayo Fuego y cenizas versa sobre el circus maximus de la política occidental, el instinto indígena les dice lo mismo que afirma el historiador y escritor canadiense: “En política, cuando parece que estás acabado, es que estás acabado realmente”.
Ningún gobernante en su sano juicio quiere verse en una coyuntura similar. Y, menos que nadie, Moreno Bonilla, que desde hace seis años ejerce de facto desde Andalucía como el Gran Laurel del PP genovés. La dificultad de su equipo estriba en identificar los verdaderos puntos débiles ante un giro del destino, porque las máscaras de la desgracia son múltiples y el diablo –lo explica Dylan en una canción– suele presentarse como un pacífico hombre de paz.
El gran talón de Aquiles del presidente andaluz, en principio, no está en la gestión de la política de emergencias, como en Valencia. Andalucía, por tamaño y recursos disponibles, cuenta con medios propios más que suficientes para atender (dentro de lo razonable) calamidades meteorológicas, aunque no esté exenta del impacto del cambio climático.
San Telmo situó este asunto entre sus prioridades políticas desde el primer día, como se ha demostrado en las sucesivas campañas contra los incendios forestales estivales. El PP andaluz es muy consciente de la elevada sensibilidad social ante estas cuestiones. La gota fría, que en Valencia ha causado más de 200 muertos y la destrucción general de las infraestructuras, en Andalucía se limitó a un total de 1.800 incidencias –muchas concentradas en Jerez y en Almería– pero no ha degenerado en un enfrentamiento abierto entre la Junta y el Estado.
La menor intensidad de las lluvias ha ayudado, pero también existe una instrucción explícita de no hacer sangre (política) en Andalucía al calor de la catástrofe levantina. Moreno Bonilla ha alterado su agenda oficial –tenía previsto ir a Londres a una feria turística– y ha ofrecido al gobierno valenciano ayuda y parte de los recursos de emergencia disponibles, aunque muchos no hayan podido usarse por el desconcierto a la hora de coordinar la ayuda a los afectados.
Los puntos débiles del gobierno de Moreno Bonilla tienen pues una naturaleza diferente, aunque están también relacionados con los servicios públicos de asistencia. Consisten en el deterioro (acelerado) de la sanidad y el colapso de la gestión de la Dependencia. Dos asuntos que, a pesar de su trascendencia en términos sociales y su relevancia presupuestaria, todavía no han provocado escenas de ira de los ciudadanos, como sí ha sucedido ya en Valencia.
El hecho de que ambas cuestiones no hayan mejorado en el último lustro –coincidiendo con el acceso de Moreno Bonilla a San Telmo– es una de las razones de que el presidente andaluz haya elaborado un presupuesto para 2025 en el que todo se supedita a los planes sanitarios, cuyo gasto (15.247 millones de euros) supone casi un tercio de las cuentas autonómicas.
No es ninguna casualidad. El Quirinale sabe perfectamente –así lo ha hecho saber a sus dirigentes en reuniones tanto en el ámbito institucional como en el orgánico– que su mayoría parlamentaria, lograda merced a la transferencia de votos prestados en las elecciones de 2022, puede tener fecha de caducidad y, en todo caso, no está vacunada ante el deterioro, aunque los sondeos indiquen que la distancia electoral con el PSOE supera los 15 puntos de diferencia.
Una cosa es lo que se proyecta de cara a la galería –la propaganda– y otra, bien distinta, la inquietud de San Telmo, que existe desde el primer día, acaso por una inevitable sensación de interinidad, ante un cambio de las circunstancias que pueda obligarle a gobernar con más obstáculos, quedar (de nuevo) en manos de Vox o percibir nuevos peligros para su hegemonía.
No en vano, las protestas ciudadanas contra el deterioro de la sanidad pública y las carencias educativas se denominan a sí mismas mareas. El Quirinale fue, en su momento, sede de la antigua Universidad de Mareantes de Sevilla y tiene, desde la época en la que albergó la corte de los Montpensier, un embarcadero secreto construido por Antonio de Orleans, que financió el destronamiento de su cuñada Isabel II (1868) y el asesinato del general Prim (1870), ante la posibilidad, en caso de una represalia política, de tener que huir en barca por el Guadalquivir.
El agua, sea en sentido literal o en el plano metafórico, queda demasiado cerca del palazzo. Si la política actual es, sobre todo, un relato, ningún gobernante debería menospreciar una de las leyes de la Poética de Aristóteles, que sitúa en la peripecia (en los caprichos de la diosa Fortuna) el origen de la anagnórisis trágica que hace que los grandes personajes, los reyes y los héroes épicos, caigan de pronto al vacío que, apenas un instante antes, menospreciaban.