En Colonia, desde siempre plaza fuerte del catolicismo alemán, con su espectacular catedral gótica y sus doce basílicas románicas, se cuentan 45 mezquitas para el culto de las muy diversas comunidades musulmanas. La mayor abrió en el 2017, en el barrio de Ehrenfeld, una pequeña Estambul donde la presencia turca es omnipresente desde hace decenios.
De diseño futurista, el templo musulmán combina cemento, madera y cristal. La cúpula transparente se eleva 36,5 metros y los minaretes llegan a los 55. En la explanada frente al edificio, una gran pantalla alterna los versículos del Corán con anuncios bancarios, de compañías aéreas, de tratamientos odontológicos o de trasplante capilar en clínicas turcas.
La construcción de la mezquita central de la metrópoli del Rin provocó polémica ciudadana y debate político por su vinculación al régimen de Erdogan. Aunque está abierta a musulmanes de todos los países, depende de la poderosa Unión Islamoturca para Asuntos Religiosos (Ditib), directamente conectada al Gobierno turco. En el puesto de información, tres chicas jóvenes, nacidas en Alemania y con rigurosa vestimenta islámica, atienden al visitante en un alemán con deje del dialecto local, el koelsch .
Para Eymen, un instalador de ventanas de 55 años, que reside en la ciudad desde que tenía 5, la dependencia gubernamental no es ningún problema. El hombre, casado y con dos hijas, asegura que no posee pasaporte alemán por propia voluntad, aunque podría obtenerlo con facilidad. Eymen no está alarmado por el ascenso de Alternativa para Alemania (AfD, extrema derecha) e incluso admite que “los entiendo muy bien porque tienen razón en muchas cosas”. “Yo no comprendo que haya mujeres ucranianas que vivan aquí de subsidio y luego se vayan de vacaciones a Ucrania –explica-. Son demasiados los que vienen aquí a aprovecharse, a poner la mano. Tal vez a este país le convendría durante unos años un pequeño dictador, un pequeño Erdogan, que pusiera orden”.
“Los alemanes son amables con quienes trabajamos y pagamos impuestos”, dice el sirio Ayham
Según datos recientes del instituto federal alemán de estadística (Destatis), una cuarta parte aproximadamente de la población de Alemania es extranjera o tiene antecedentes extranjeros. Son más de 21,2 millones de personas. La casuística es muy variada. Lo evidente es que, con el paso de los años, ha tenido que adaptarse el lenguaje. Al inicio de la inmigración masiva en la Alemania occidental, en los sesenta y setenta del siglo pasado, se empleaba el concepto de “trabajadores huéspedes” ( Gastarbeiter ), lo que indicaba un propósito de estancia limitada. Pero eso no fue así porque esas personas se quedaron y trajeron a sus familiares en cuanto pudieron. Hoy lo políticamente correcto, porque suena más integrador, es referirse a “personas con trasfondo migratorio” o “conciudadanos de origen extranjero”.
Es obvio que, por razones culturales y religiosas, la gran masa de población musulmana plantea un reto mayor para la integración. Para Hans, de 81 años, que realiza su paseo matinal cerca de la mezquita de Ehrenfeld, “lo sorprendente es que (los turcos) no hayan creado ya un partido político”. “Tal vez dentro de unos años tendremos una república islámica”, agrega.
Los periódicos atentados yihadistas –acuchillamientos y atropellos– encrespan los ánimos y se viven mal por todos, porque acentúan la desconfianza. No falta quien, como Eymen, dé crédito a las teorías conspirativas y crea que los últimos tres ataques –en Magdeburgo, Aschaffenburg y Munich-, tan cerca de las elecciones y en teoría obra de lobos solitarios, hacen sospechar de una mano negra para desestabilizar el país.
Pese al pesado ambiente, se encuentran historias esperanzadoras como la de Ayham, de 45 años, natural de Dara’a, en el norte de Siria. Trabaja en una cafetería de la estación de Bochum. Huyó de su país en la gran oleada del 2015, aprovechando que Angela Merkel, entonces canciller, abrió las puertas para la llegada masiva. Ayham, casado y con dos hijas, habla un alemán más que aceptable. El ascenso de la AfD no le inquieta para nada. Está convencido de que “los alemanes son amables con quienes trabajamos y pagamos impuestos”. En cualquier caso, el ascenso de un partido político puede parecer algo banal a quien soportó la dictadura de Asad y un viaje durísimo a través de Turquía y Grecia. El último tramo, por Serbia, Hungría y Austria, lo hizo a pie. Tardó 28 días. “Estoy contento y no pienso volver a Siria –concluye–. Trabajo desde hace seis años. Quienes causan problemas son los que se quedan en casa”.
Los atentados yihadistas, atropellos masivos y apuñalamientos, encrespan los ánimos
Otra experiencia dramática con final relativamente feliz es la de Sabine, bosnia musulmana, de 61 años. Llegó en 1992 con un niño de 6 años y otro de 19 meses. Su marido había muerto en la guerra civil yugoslava. En Alemania se volvió a casar. No entiende los atentados. “Que vayan a luchar a sus países –se enfada-. Qué sentido tiene matar aquí a inocentes, en el país que se lo está dando todo”.