Un día la globalización nos va a alcanzar”. Así le dijo a este cronista un nativo asháninka en una comunidad de la Selva Central de Perú. Era 1999, cundía por tanto el milenarismo –bien alimentado por predicadores evangélicos capaces de llegar a cualquier rincón del mundo– y parecía que se cumplían las visiones de los antiguos: “Un día no veremos los bosques..., ellos tumbarán los árboles para sembrar, nos quitarán nuestra tierra...” En aquel año regresaban los colonos andinos al río Ene y al río Tambo, en la corriente que lleva desde el Apurímac, en el Cuzco, hasta el Ucayali y de allí al Amazonas. Se daba por terminada la guerra entre el Estado peruano y la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso, que había tenido la Selva Central como lugar de refugio –siempre, eso sí, sin dejar de matar indiscriminadamente.
Los asháninka también regresaban a sus comunidades a las orillas de los ríos, pero diezmados. Al igual que los caucheros en el siglo XIX, los fanáticos senderistas también los hicieron cautivos, los convirtieron en la “masa”, brazos útiles para alimentar a la guerrilla, para servir como fuerza de choque o incluso como escudos humanos... Los que no fueron captados o capturados y erradicados de sus territorios recibieron escopetas del ejército y se organizaron en autodefensas, llegando a rescatar a centenares de los campamentos senderistas.
“Los animales están cada vez más lejos, los peces del río son cada vez más pequeños”, dice su protagonista
El coste que los asháninka pagaron fue grande: unos 6.000 muertos según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que hizo balance de la guerra; una treintena de comunidades desaparecieron. El pueblo nativo más numeroso de Perú sumaba unas 25.000 personas, pero prácticamente ya no quedaban ancianos. Y eso era lo peor, porque con ellos empezaba seriamente a desaparecer una cultura.
A finales de abril de 1999, el Gobierno de Alberto Fujimori facilitó el regreso de unos colonos que, naturalmente, volvieron a dedicarse al cultivo de la coca. Los asháninka, cuyo fatalismo no empece su indestructible sentido del humor, vieron venir de nuevo el peligro de los terrucos (senderistas o colonos, era lo mismo para ellos) y se dispusieron a resistir.
Veinte años más tarde, los valles de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem, en la denominación oficial) volvía a ser zona de emergencia por el narcotráfico. Prácticamente nada ha cambiado, salvo una presión mayor, si cabe, sobre los territorios nativos. El narcotráfico, la ocupación de tierras, la explotación maderera, las prospecciones petrolíferas, los misioneros, los falsos proyectos de desarrollo... Todo un cóctel. La globalización, podríamos, decir, era todo esto.
En el 2022, el cineasta Hermes Paralluelo filmó en estos territorios la primera película hablada íntegramente en lengua asháninka (y que obviamente, se ha subtitulado). Las muertes de Chantyorinti es el relato de esa larga, lenta pero aparentemente inexorable historia de pérdida. “Los animales están cada vez más lejos, los peces del río son cada vez más pequeños”, dice su protagonista, un hombre cuyos hijos mayores han marchado a la civilización –es decir, a trabajar en el pueblo colono más cercano, probablemente Satipo– y que intenta transmitir al más joven aquellos rasgos de su cultura que todavía no ha olvidado.
En un brillante y poético blanco y negro que a ratos evoca a Robert Flaherty pero que se sumerge literalmente en una narración tan onírica como lo es el propio universo asháninka tradicional, la película huye del documental, y de todo lo que hemos contado aquí hasta ahora, para ir al centro de la crisis existencial de este pueblo amazónico.
Una particularidad de Las muertes de Chantyorinti es que ha sido coproducida por una oenegé española, la Fundación Iquánima, que desarrolla proyectos de nutrición y salud en tres comunidades asháninka de la Selva Central. El filme fue presentado en el Festival de Cine Europeo de Sevilla y también se proyectó en L’Alternativa, el 31 Festival de Cinema Independent de Barcelona, la semana pasada en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB).