El acoso ruso a los tártaros de Crimea
Fieles a Ucrania
Diez años después de la anexión rusa de la península, la minoría tártara es la más encarcelada y perseguida por los ocupantes
El 16 de marzo del 2014, hace ahora diez años, Vladímir Putin orquestó un veloz referéndum de anexión a Rusia en la península de Crimea, que había invadido sin violencia el mes anterior aprovechando el momento de inestabilidad política en Ucrania. En febrero, el presidente ucraniano prorruso, Viktor Yanukóvich, había huido ante el movimiento europeísta de Euromaidán, la oposición estaba reorganizándose y, en la estela de ese vacío de poder, el referéndum ilegal –realizado sin garantías democráticas- arrojó un resultado aplastante: el 96,77% de los votantes dijo sí a la incorporación de Crimea a Rusia.
Los tártaros, pueblo indígena de Crimea, boicotearon el referéndum, sabedores de que nada bueno podía venir de Moscú tras los sufrimientos padecidos primero bajo la Rusia zarista y luego bajo la Unión Soviética. En 1944, Josef Stalin ordenó su deportación a Asia central, acusándoles de colaborar con la Alemania nazi, que había ocupado la península durante dos años. Más de 200.000 personas –la mayoría mujeres, niños y ancianos, pues los hombres luchaban en el Ejército Rojo- fueron obligadas a emprender ese viaje forzoso en tren, y miles murieron, una debacle colectiva que permanece en la memoria tártara.
La deportación de 1944 ordenada por Stalin en tiempos de la Unión Soviética perdura en la memoria de la comunidad tártara
“Mi abuela nos contaba lo terrible que fue: los metieron en vagones de ganado, durante tres semanas de pie y sin retretes, y muchos morían ahogados o de hambre y sed”, explica en Berlín la autora tártara Elnara Nuriieva-Letova, que vive en Alemania desde septiembre del 2019. “En todas las naciones hubo algunos colaboracionistas, pero no se puede culpar a toda la nación; el hermano de mi abuela murió como soldado del Ejército Rojo y muchos tártaros fueron condecorados, pero los soviéticos acusaron a toda la nación, y la narrativa rusa continúa presentando a los tártaros como traidores”, prosigue Nuriieva-Letova, nacida en 1989 en Tajikistán debido a la deportación.
Con la independencia de Ucrania en 1991, los descendientes de los deportados empezaron a regresar a Crimea –la familia de Elnara volvió en 1992, cuando ella tenía tres años– y a rehacer la comunidad tártara. Antes de la anexión rusa del 2014, eran 282.000 personas y constituían en torno al 12% de la población. Entre 35.000 y 45.000 se marcharon a otras zonas de Ucrania después de la anexión, según estimaciones de la comunidad. Pese a ser minoría entre población de origen ucraniano o ruso, los tártaros constituyen dos tercios de todos los presos políticos de Crimea, según el diario The Kyiv Independent, que cifra en 202 los tártaros que encarcelados o perseguidos, algunos con sentencias de 20 años de prisión.
“La invasión rusa a gran escala de Ucrania en el 2022 trajo consigo actitudes más represivas y discriminatorias de la autoridad rusa ocupante hacia los tártaros de Crimea –alertaba hace un año el comisionado de derechos humanos del Consejo de Europa–. Olas de detenciones masivas, registros y allanamientos de domicilios, negocios y lugares de reunión en Crimea, que afectaron desproporcionadamente a los tártaros de Crimea en el pasado, han continuado, a menudo acompañadas de acusaciones de extremismo o terrorismo tras ataques perpetrados por personas no identificadas a objetivos militares en Crimea”.
La decisión de Elnara Nuriieva-Letova
“No iré a Crimea hasta que sea liberada, aunque mi madre está allí, mi hermana, mis sobrinos, mis amigos de la infancia... A nivel superficial, Rusia invierte mucho dinero en Crimea; todo se ve hermoso y brillante. Pero es bienestar artificial, porque no se puede hablar libremente”
En el 2014, Elnara Nuriieva-Letova se marchó de Crimea a Kyiv. Al principio, visitaba a su familia en Bajchisarái, la principal ciudad tártara. “Fui por última vez en el 2021, ya viviendo en Alemania; la atmósfera era tan opresora que he decidido que no iré a Crimea hasta que sea liberada, aunque mi madre está allí, mi hermana, mis sobrinos, mis amigos de la infancia... A escala superficial, Rusia invierte mucho dinero en Crimea; todo se ve hermoso y brillante. Pero es bienestar artificial, porque no se puede hablar libremente; cada vez que yo decía algo, mi madre y mis amigos me decían: ‘cuidado, alguien puede oír y denunciarte a la policía’. Los tártaros son encarcelados por cualquier cosa; solo por su origen étnico”.
Los tártaros, de origen mongol y turco, religión musulmana e idioma propio en vías de extinción, cuya presencia en Crimea se remonta a antes del siglo XV, fueron tardíamente reconocidos como pueblo indígena por el Parlamento de Ucrania en el 2021. Muchos ucranianos ni siquiera conocían su historia. La descubrieron gracias al triunfo en el festival de Eurovisión del 2016 de la intérprete tártara Jamala con 1944 , canción sobre la deportación ordenada por Stalin.
La lealtad tártara a Ucrania enfurece al Kremlin. Un batallón de soldados tártaros llamado Crimea luchó en Donbass desde los primeros años de injerencia rusa y ahora combate encuadrado en el ejército regular. El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, nombró en septiembre ministro de Defensa al tártaro Rustem Umérov, nacido en Uzbekistán.
“Hoy hay guerra porque Occidente tragó con la anexión de Crimea; entonces Rusia fue a por Donbass, y luego ya lanzó la invasión de Ucrania a gran escala; no entiendo a esos occidentales que nos dicen que cedamos territorios y que así Rusia parará –lamenta Nuriieva-Letova–. Al contrario, Putin luego querrá más. Por lo que puedo juzgar por mi burbuja en Crimea, mucha gente allí espera la llegada del ejército ucraniano y la liberación”. Dada la evolución de la guerra, esta esperanza no parece muy realista, pero Ucrania no quiere renunciar a Crimea.