El anciano Brahim forma parte de los muertos que nadie cuenta: los que están vivos. Se frota la frente, atravesada por dos tiras de esparadrapo, apunta con los dedos al cielo en busca de clemencia divina y señala una montaña de escombros a sus espaldas. Su casa. El terremoto que el viernes 8 golpeó Marruecos, el más potente de la historia del país, se tragó la aldea de Imi N’tala cuando cientos de toneladas de montaña cayeron sobre las casas. Brahim no señala las rocas, señala tumbas. Sepultados bajo un río de piedras, dice, donde la devastación es tal que es imposible diferenciar dónde acababa una casa y empezaba la siguiente, está su familia. Su esposa, su madre, su hijo y su sobrino están muertos y a él, dice, le gustaría estarlo también.
“¿Qué voy a hacer? Toda mi familia está muerta, mi casa no está, la aldea ha desaparecido. No me queda nada ¿Qué voy a hacer?”, repite sin parar. Brahim, de unos 70 años, aunque no sabe su edad exacta, no está muerto porque, minutos antes del temblor, bajó a un riachuelo cercano a buscar agua. Como le flaquean las fuerzas, se sienta en unos hierros retorcidos junto a un estallido de paredes caídas, colchones rotos y maderas quebradas, se tapa las manos con la cara y llora desconsoladamente. “¿No es mejor morir?”, susurra. Cuando se le secan las lágrimas, Brahim se levanta y deambula como un muerto en vida entre los escombros de la aldea que lo vio nacer y que ya no volverá a ser nunca más.
Además de 3000 víctimas bajo las piedras, el temblor ha dejado miles de vidas rotas en la superficie
Su historia es la de cientos: más allá de la cifra de víctimas bajo los escombros –cerca de 3.000 muertos y 5.600 heridos–, el terremoto de Marruecos ha dejado miles de vidas rotas en la superficie. El seísmo se ha cebado con las regiones más humildes de las montañas del Atlas, aldeas habitadas por campesinos o pastores, que eran pobres pero no miserables, y que ahora no solo han perdido a buena parte de sus seres queridos y amigos (en muchos pueblos ha muerto más de un tercio de los vecinos), sino también la posibilidad de salir adelante. A la entrada de Imi N’tala, un bombero mallorquín con perilla espesa y los brazos tatuados observa la magnitud del destrozo y calcula. “Incluso con maquinaria pesada se tardarían meses en sacar tantas toneladas de piedra y poder reconstruir. Y eso si no se cae lo que queda de montaña”, opina. En una aldea como Imi N’tala, a la que solo se puede llegar por un camino serpenteante y estrecho que sube junto a un acantilado, haría falta mucha voluntad para reconstruir el pueblo y, de paso, la vida de tipos como Brahim. Y no la hay.
La lenta reacción y la desidia de las autoridades marroquíes, que tardaron casi dos días en brindar ayuda y dieron la luz verde a los equipos de rescate a las 72 horas de la catástrofe, ha mandado un mensaje cruel a quienes lo han perdido todo: importan poco.
El anciano Brahim, que ha perdido a toda su familia, se tapa la cara y llora: “¿No es mejor morir?”
Hasta que el rey Mohamed VI, a quien el terremoto pilló de vacaciones en París, no viajó el martes a Marrakech a visitar a algunos heridos y se fotografió donando sangre, ningún ministro osó viajar al Atlas, la región más golpeada. En Amizmiz, una ciudad a los pies de las montañas desde la que se coordinaba la ayuda, se rumoreaba que sí había viajado un político: el de los servicios secretos para silenciar las críticas hacia el monarca y su Gobierno.
A Abderrahim, vecino de Tafgarte, donde murieron casi cien de sus 450 vecinos, no llegaron a tiempo de callarle. Al final de una ladera cubierta por escombros, Abderrahim busca a tres familiares entre el destrozo. Lanza piedras a unos metros o, si son muy pesadas, las empuja hasta que ruedan montaña abajo. Lleva horas haciéndolo: se ha puesto vendas en los dedos y las de los pulgares están manchadas de sangre. Abderrahim se ajusta una gorra azul con un puma plateado en un costado y explota de rabia. “¿Dónde está nuestro rey? Han pasado muchas horas y nadie ha llegado. Tenemos que apartar las piedras con nuestras manos para rescatar los cadáveres de nuestros familiares. Es como si fuéramos animales. ¿Y el rey?”.
“¿Dónde está el rey?”, pregunta Abderrahim, de los pocos afectados que osan criticar al monarca marroquí
Su grito de rabia y su mención a la corona es una rareza en Marruecos. Muchos no se atreven a criticar al rey, por miedo o por tabú. Pero, más allá del temor, aldeas como Anerni, a 70 kilómetros al sur de Marrakech, son la constatación del olvido. Con el acceso cortado por un deslizamiento de piedras, hay que andar tres kilómetros para alcanzar sus primeras casas. Dos días después del seísmo, solo había llegado un representante del Gobierno. Y, después de anotar el número de muertos, se marchó.
Anerni es la prueba de más cosas. Ante la desgracia, Marruecos ha optado por la geopolítica en lugar de la solidaridad. Pese a la gravedad del seísmo, solo ha aceptado equipos de rescate de España, Emiratos Árabes, Qatar y el Reino Unido. Más de una cincuentena de países, entre ellos Francia, Estados Unidos o la vecina Argelia, que dejó a un lado las malas relaciones y tendió la mano al Gobierno marroquí, recibieron un no por respuesta. Como consecuencia de ello, en las primeras horas tras el temblor –72 horas es el tiempo límite para encontrar a la mayoría de supervivientes–, la sociedad civil hizo de parche. Cientos de marroquíes se autoorganizaron para llevar mantas y comida o trasladarse con sus propios vehículos hasta las aldeas afectadas y traer comida, agua y mantas. Apenas unas horas después del terremoto, Mustafa Adjou, guía de montaña de la Asociación de Alpinistas Toubkal, se había desplazado ya hasta Amizmiz, a 56 kilómetros al sur de Marrakech, para, desde allí, acceder a la zona cero del seísmo.
Siete días después, el Gobierno promete 2750 euros para las familias de los 50.000 hogares afectados
Protegido por un casco de escalada y con un polar sin mangas, ayuda a retirar los escombros a una mujer que busca a su madre entre las ruinas de su casa. Las ventanas del primer piso del edificio están semienterradas y, donde estaba el comedor y la cocina, solo hay piedras. “Está ahí seguro”, le dice la mujer. Mustafa echa un vistazo desconfiado al techo, que amenaza con desprenderse, pero no se lo piensa demasiado. Da un salto y empieza a vaciar la estancia de piedras. Como son demasiadas, al cabo de un rato sale del agujero para tomar aliento. “Esta gente necesita de todo. Mantas y comida, pero también ayuda para sacar a sus familiares de ahí abajo”, dice. Al preguntarle por qué la ayuda tarda tanto, Mustafa echa balones fuera y habla de la dificultad de acceso a aldeas a las que a veces solo se puede llegar a lomos de un burro o una mula. Ninguna mención al olvido del Gobierno durante décadas hacia una región bereber que adolece de infraestructuras básicas o donde, ahora que la tierra ha rugido, los hospitales más cercanos están a una distancia obscena.
No fue hasta el jueves, casi una semana después del seísmo, cuando el rey Mohamed VI anunció las primeras medidas. Además de una ayuda de emergencia de 30.000 dirhams (2.750 euros) para las familias de los más de 50.000 hogares afectados, se informó convenientemente de que Al Mada, el grupo financiero cuyo principal accionista es el rey marroquí, el hombre más rico del país, donará 1.000 millones de dirhams (91,6 millones de euros) al fondo para gestionar los efectos del terremoto. El gabinete real concretó dónde irá el dinero: 140.000 dirhams (12.800 euros) como ayuda para la reconstrucción de cada casa totalmente destruida y 80.000 dirhams (7.300 euros) para rehabilitar cada hogar parcialmente afectado.
A la salida de Aynghed, una aldea medio en ruinas, un adolescente descansa estirado en el suelo con la cabeza apoyada en un colchón y un montón desordenado de enseres. Delante de él está su casa. Estaba: apenas quedan tres de las cuatro paredes en pie. El joven, que tiene una rascada en el codo, ni se inmuta al ver llegar a este periodista. Su abuelo, Hassen Ait Boyahya, sí se acerca. El hombre explica que ha perdido a su hija y a su nieto, la madre y el hermano del chaval estirado a sus pies. Hassen se emociona y llora, pero el chico no reacciona y coloca las manos debajo de su cabeza, como si le importunáramos porque estaba a punto de dormir la siesta. Al final abre los ojos, pero no nos mira y pierde la vista en su casa destrozada. Muerto en vida.