Cuando la estupidez gobierna, el mundo sufre

Diplomacia

Gobernantes incapaces de interpretar el mundo son responsables de las guerras de EE.UU. en Irak y Afganistán, del Brexit y de la expansión de la covid

Women wait inside the passport office in Kabul, Afghanistan, Wednesday, June 30, 2021. Afghans are lining up by the thousands at the Afghan Passport office to get new passports, possibly to leave, uncertain what tomorrow will bring as they witness the final withdrawal of the U.S. military and its NATO allies. (AP Photo/Rahmat Gul)

La oficina de pasaportes de Kabul, desbordada por mujeres que quieren huir 

Rahmat Gul / AP

Nadie se equivoca a propósito, pero esto no significa que la estupidez no gobierne. Lo ha hecho a lo largo de la historia y lo seguirá haciendo. Los gobernantes toman decisiones estúpidas. Hasta los más inteligentes y bienintencionados lo hacen.

A Napoleón se le atribuye la idea de que “en política, la estupidez no es una desventaja”. Hay veces que ayuda a conectar con las bases más iletradas, grupos sociales con amplio poder electoral, pero sin capacidad crítica para pensar por sí mismos y, en consecuencia, muy fáciles de movilizar a favor de una causa o de un líder.

La estupidez cuando se gobierna, sin embargo, es otra cosa. Es bastante más compleja que el error, y mucho más difícil de solventar porque no se produce por una equivocación sino por una falta de juicio. La diferencia es fundamental.

Un cambio sistémico como el que ha producido la covid hace aflorar la estupidez. Al principio de la pandemia, cuando nadie sabía nada, los gobiernos más inteligentes, la mayoría de europeos, por ejemplo, hicieron caso a su instinto para proteger a la población. Los más estúpidos, como los de EE.UU., India y Brasil, pensaron que no había para tanto. Hoy son los tres países con más muertos: 620.000 en EE.UU., 520.000 en Brasil y 406.00 en India.

Despreciar el peligro del virus no ha sido un error culpa de una imperfección sino una decisión meditada fruto de la soberbia de unos gobernantes que se apoyan en la emoción y la violencia. Los motivos que les llevan a tomar una decisión estúpida son muy variados. Pueden ser patrióticos, ideológicos, mesiánicos, vengativos o una mezcla de todos ellos.

Después del 11-S, el presidente de Estados Unidos tomó una decisión estúpida: declaró la guerra al terror. Hubiera bastado con perseguir a Osama Bin Laden y derrotar a Al Qaeda, pero George W. Bush creyó que era poco. A finales del 2001 invadió Afganistán y en 2003, Irak. La estrategia fue tan mala que el yihadismo creció en todo el mundo. Veinte años y 241.000 muertos después, la presencia militar estadounidense en Afganistán van a acabar como empezó, con los talibanes en el poder. Miles de afganos pugnan estos días por conseguir un pasaporte que les permita salir del país antes de que se repita esta vuelta al pasado.

El político modesto comete menos estupideces porque tiene más en cuenta a su rival

A Bush no le sirvió el recuerdo de la guerra de Vietnam, hasta entonces la más estúpida y violenta. Tampoco entendió lo que era el islam, la historia de Afganistán o el papel de Sadam Hussein en Irak. Le faltaban recursos conceptuales para entender el mundo. No importaba que contara con los mejores analistas y los mejores servicios de inteligencia. La información no es nada en manos de personas que no saben interpretarla.

Yeltsin, fue un estúpido cuando invadió Chechenia en 1994 –cien mil muertos en 15 años de conflicto–; Chávez y Maduro lo han sido al aplicar políticas económicas que han provocado el éxodo de 5,4 millones de venezolanos incapaces de subsistir.

El tratado de Versalles es uno de los más estúpidos de la historia. Lo firmaron en 1919 las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial para someter a Alemania. Cargó tanto la culpa sobre la Alemania derrotada que no dejó espacio para la corresponsabilidad en la reconstrucción de Europa.

Diecinueve años después, en 1938, el primer ministro británico, Neville Chamberlein, aceptó que Hitler se anexionara los Sudetes. Pensaba que así evitaría una nueva guerra, pero no entendía que los alemanes, humillados en Versalles, habían renegado de la democracia. No entendía lo que era el fascismo y confundía el nacionalsocialismo con el nacionalismo conservador, entonces tan bien arraigado en Inglaterra como hoy.

En 2016, 78 años después del ridículo de Chamberlein en Munich, David Cameron, convocó el referéndum para la salida del Reino Unido de la UE sin haber calculado el peso de ese mismo nacionalismo inglés entre los más empobrecidos. Puede que fuera muy inteligente y, tal vez por eso, no evaluó la situación desde el punto de vista de la estupidez, es decir de lo contradictorias y contraproducentes que pueden ser las personas cuando temen por su empleo, su casa y su vida. No vio hasta qué punto la demagogia, motor de las redes sociales y estímulo para los políticos más irresponsables, podía nublar la vista y apagar la razón de estos ingleses.

El mejor antídoto contra la estupidez es la educación, pero educar a ciudadanos responsables no es fácil. No parece, además, que estos sean tiempos para la ética de la responsabilidad. Volvemos a estar más en la dinámica del imponer que en la del enseñar y convencer.

La estupidez es mucho más difícil de solventar que el error porque implica falta de juicio

El triunfo de la fuerza, sin embargo, como escribió Albert Camus en las páginas de Combat , el diario de la Resistencia francesa que dirigió, no es el triunfo de la democracia. La democracia, la libertad y la justicia, solo pueden triunfar desde la modestia. El demócrata, decía Camus en plena Segunda Guerra Mundial, es el que admite que su rival político puede tener razón. Por eso lo escucha y toma sus argumentos en consideración.

Los políticos modestos no son sólo más demócratas sino, también, menos estúpidos. Que hoy no sean mayoría incide en el declive de las democracias liberales.

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