Feliz 1936

Cabaret Voltaire

Feliz 1936

“Lo importante no es eso de que los años pasen o dejen de pasar. Lo importante es que nosotros lo veamos”.

Si los diarios son la tensión entre lo que el mundo es y lo que nos gustaría que fuese, La Vanguardia más Vanguardia de su historia es la espléndida portada del 1 de enero de 1936 y su deseo de que todos “lo veamos”.

¡Feliz 1936!

La felicidad se resumió en tres años de guerra civil, entre trescientos mil y medio millón de muertos, y una dictadura de cuatro décadas.

Un año después de la exquisita portada-brindis del fotógrafo Gabriel Casas, ya en plena guerra, los deseos de Año Nuevo eran casi brujería.

Vertical

Portada de ‘La Vanguardia’ del 1 de enero de 1936

LA VANGUARDIA

“Una antigua superstición burguesa –arrancaba La Vanguardia el 1 de enero de 1937–, que relaciona la medida del tiempo con el advenimiento del bien que se espera y el termino del mal que se padece, nos tiene acostumbrados a recibir alborozadamente, con optimismo jubiloso, la primera aurora de cada año en la carrera de la efímera existencia individual”.

Con la revolución social en su clímax, el Año Nuevo se convertía en algo estéril y contrario al materialismo histórico. El deseo era burgués. La Vanguardia ni siquiera deseaba el final de la guerra: anunciaba su rápido desenlace como algo inapelable. “1937 verá el fin del incendio que está devastando el país”. Porque “Franco sólo es un nombre”.

Doce meses después, con el comunismo libertario peninsular sometido por Moscú, celebrar el Año Nuevo ya no era un pecado de clase. Incluso Stalin lo festejaba por todo lo alto.

“La costumbre juzga los años como entidades aisladas independientes. Tal año, se dice, ha sido bueno, tal año ha sido malo; como si los años tuvieran principio y fin en sí mismos y cuanto ocurre en ellos ni proviniera de los pasados ni trascendiera a los venideros”. Con esta verdad empezaba La Vanguardia del 31 de diciembre de 1937, y con un discreto regreso al deseo: “Deseamos a nuestros lectores –publicaba al día siguiente en una nota a pie de página– mucha prosperidad y que la victoria de las armas de la República sea definitiva”. Todo deseo implica duda. Por eso es deseo.

El cielo, ese último día de 1937, dejó caer sobre Barcelona una capa de nieve y alarmas antiaéreas.

Otros doce meses después, el último Año Nuevo republicano reservó su intensidad para el Eixample. Un periodista de La Vanguardia relataba el día 31 de diciembre de 1938 una escena que contempló el día anterior en la calle Aragó esquina con el paseo de Gràcia. En el borde superior de un edificio se paseaba un gallo. Podía caer en cualquier momento. Mucha gente, desde las aceras, lo observaba con inquietud. El gallo cayó finalmente al vacío y la gente gritó.

“Pero cuando, después del raid, el gallo se irguió, sacudió su plumaje y empezó a pasear como un transeúnte más por la gran avenida, la muchedumbre, aliviada, aplaudió”, escribía el periodista. “¿Para qué otro balance del año? Ni las bombas de cada día nublan la capacidad de este pueblo para emocionarse con un gallo en la calle Aragón”.

La tarde siguiente a esa escena, cinco horas antes de Año Nuevo, la aviación fascista bombardeó el Eixample. “Por el paseo de Gràcia la gente estaba desorientada, todo estaba lleno de humo –anotaba el dibujante y decorador Joaquim Renart en su dietario–. Delante de la joyería Roca [hoy Tous], dos hombres yacían en el suelo bañados en sangre”. Cadáveres de transeúntes a dos esquinas de donde los transeúntes se habían conmovido por la vida de un simple gallo.

“Ha sido un ataque deliberado contra vidas humanas con bombas diseñadas para este propósito y en un momento en el que las calles, a las puertas de Año Nuevo, estaban llenas. Ha provocado 44 muertos”, afirmaban los dos pilotos de la Royal Air Force británica que redactaron el informe para la Liga de Naciones.

Tras el bombardeo de Año Nuevo sobre Barcelona, mi amiga optó por recibir 1939 bañada en champán

Tengo una amiga del Eixample que esa noche optó por recibir 1939 bañada en champán. Se llama Roser Ferran, tiene 104 años y recuerda bien el desmadre de ese Año Nuevo en la embajada francesa. “La comida estaba deliciosa y sirvieron champán francés, que me subió a la cabeza”, cuenta. “¡Qué juerga! Estábamos un poco piripis”, le recordó en el exilio –tan francés como el champán– el chico que se llevó a la fiesta.

Un año después, el 31 de diciembre 1939, la fiesta ya era de los otros. Más de mil comensales llenaron el Ritz de Barcelona y en Viena se iniciaba una tradición impulsada por Goebbels, el ministro nazi de Propaganda: el concierto de Año Nuevo y sus valses.

El Danubio azul no se interpretó hasta la velada del 1 de enero de 1944: la noche de ese día, 421 Lancaster británicos vomitaron sobre Berlín más toneladas de bombas que notas tiene el vals.

“Ha sido un año tan delicioso –escribía con ironía La Vanguardia un año después, el 31 de diciembre de 1944, con la Segunda Guerra Mundial apagándose– que parece que nos invita a celebrar su óbito no solamente con una noche de alegría desenfrenada, sino con un día entero de regocijada fiesta. Enterramos 1944 y bailaríamos a gusto sobre sus despojos”.

Nada se parece más a un diario que las doce campanadas, la tensión entre lo que el mundo –y nuestra vida– es y lo que nos gustaría que fuese. Disimulamos con deseos el único gustazo que tenemos asegurado: bailar con desenfreno sobre los despojos de sueños rotos. Y, como informaba esa portada de 1936, lo definitivo acaba siendo pura biología: “Que lo podamos ver”.

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