El regreso del imperio
Análisis
Durante décadas, Hong Kong, la antigua colonia británica situada en el sureste de China, ha sido el primer centro financiero del continente y la puerta de entrada al gran mercado asiático. Bajo dominio británico desde 1842, devuelta a soberanía china en 1997, Hong Kong era en apariencia una sociedad desinteresada por la política, pragmática, gobernada por una tecnocracia entregada a los negocios. Sin embargo, el pasado 5 de agosto, una huelga general paralizó la ciudad y los manifestantes colapsaron Chek Lap Kok, el gigantesco aeropuerto internacional construido por Norman Foster, del que no despegaron los aviones durante dos días. De pronto, Hong Kong se había convertido en el gran problema de China.
Las protestas empezaron en junio con manifestaciones masivas de hasta un millón de personas (para una población de 7,4 millones). Eran movilizaciones pacíficas de familias de clase media y universitarios que pedían la retirada de una ley de extradición que permitía juzgar en el continente los delitos cometidos en la ciudad. Pero con los días, la protesta ha mutado en una defensa de la autonomía y en la demanda de reformas democráticas. Y sus habitantes se han empezado a preguntar quiénes son y a qué país pertenecen.
Hay un convencimiento generalizado de que Pekín ya no tolera la singularidad de Hong Kong
No hay una mano negra que explique tan vasto movimiento de desobediencia. Lo que hay es un convencimiento generalizado de que Pekín ya no tolera la singularidad de Hong Kong. Ni la separación de poderes (legado de los británicos) ni su mayor acceso a la información ni su cosmopolitismo. Pese a que la ciudad está integrada en el continente por las infraestructuras construidas y el turismo de compras, sus habitantes se sienten lejos del gigante del norte.
Pekín no sabe cómo acabar con las protestas. Ha concentrado tropas en Shenzen, a unos kilómetros de la ciudad. Pero usar la fuerza militar le supondría un gran desgaste de imagen. Sumiría a Hong Kong en la recesión y enfriaría la economía china, muy debilitada (con el crecimiento más bajo en 17 años). Sin contar con el pánico que provocaría en Taiwan...
Hong Kong se integró en la República Popular China mediante el modelo de “un país, dos sistemas”, ideado por Deng Xiaoping en 1984. Fue el momento “liberal” del comunismo chino. La fórmula permitía la coexistencia de sistemas económicos y políticos distintos, capitalismo en algunas regiones, socialismo en otras. Era una solución pragmática. Como la alianza que habían sellado chinos y estadounidenses al acabar la guerra de Vietnam, en los 70. China aceptaba la hegemonía militar americana y EE.UU dejaba crecer a los chinos. El pacto, cocinado por Henry Kissinger, significó cuarenta años de crecimiento brutal en toda el Asia oriental.
Pero el proceso de liberalización del comunismo chino duró solo cuatro años. En 1989 Pekín respondió a las demandas de democracia de los estudiantes con la matanza de Tiananmen. Desde entonces, China se ha vuelto más nacionalista y expansionista, alérgica a los experimentos. Y desde la llegada al poder de Xi Jinping, en 2012, sueña con acabar con el régimen especial de Hong Kong mucho antes de lo que había acordado con Londres (2047). La ciudad canaliza todavía el 60% de la inversión extranjera. Pero es un peligroso contramodelo de la visión del mundo que tiene el PC chino, que el 1 de octubre festeja el 70 aniversario de la República Popular.
Xi Jiping personifica el actual contragolpe a la liberalización que acompañó a los primeros años de la globalización. Liberalización de la economía, pero también de estados y fronteras. “El Tamaño de las Naciones”, libro de Alberto Alesina y Enrico Spolaore refleja esa manera de pensar. En una economía global y pacificada como la de los 80, decían ambos economistas, los países pequeños podían andar solos. No hacía falta ser grande para prosperar. El mercado era el mundo. Y los grandes estados, política y culturalmente heterogéneos, perdían parte de su atractivo. Estados Unidos garantizaba la estabilidad del marco de relaciones internacional y, aunque de forma tímida, hablaba de derechos humanos. Por razones que son de imaginar, el libro fue muy leído hace una década aquí mismo, en Barcelona.
El péndulo oscila ahora hacia el imperio. La globalización ha perdido el dividendo de la paz.
El péndulo parece oscilar ahora en la dirección contraria. Hacia el imperio. La globalización ha perdido el dividendo de la paz. Los regímenes autoritarios se consolidan. Rusia tritura de forma habitual sus minorías democráticas. India suprime cualquier forma de autonomía en Cachemira. China está cada vez más nerviosa con lo que ocurre en Taiwan, en Xinjiang, en Hong Kong...
China emerge y Estados Unidos se repliega. Y la potencia americana está presidida por Donald Trump, un político que simpatiza con los dirigentes autoritarios. Pese a que lo primero que ha hecho, por razones de cálculo electoral, sea acabar con el acuerdo tácito que le vinculaba a China. Le ha declarado una guerra comercial, y con ello está llevando al mundo a una recesión (quizás la primera recesión buscada a consciencia por alguien).
Trump gobierna el mundo de forma confusa. A golpe de tuits contradictorios y a veces con amenazas. El resultado de esa manera de proceder caótica es perceptible en la que es hoy la zona más caliente del planeta, el Mar de China. El número de “incidentes” ocurridos allí este año pone los pelos de punta. Cazas rusos y chinos se han paseado por el cielo de Corea del Sur. Corea del Sur y Japón (teóricos aliados de EE.UU. en la zona) llevan semanas insultándose por pleitos históricos. Corea del Norte lanza misiles y Trump dice que Kim Jong Un es un buen chaval. La armada china tiene incidentes con Filipinas y Vietnam. Pero el presidente de EE.UU. declara que [con Xi Jiping] “todo funcionará”. También en Hong Kong... Mientras, todos toman nota de la debilidad americana.