Los demonios caminan de noche
Indestructibles (5)
Djibrine Mbodou, de 17 años, que fue secuestrado por la banda islamista Boko Haram
Las hembras con crías son las más peligrosas. Si entras en su territorio, se sumergen sigilosamente en el agua, vuelcan la canoa con un golpe seco y te despedazan con unos colmillos afilados como lanzas. Cuando Djibrine Mbodou era un niño, tenía pánico a los hipopótamos. Una vez vio como un macho gigantesco salía del agua, mordía la pierna de un hombre que dormitaba en la orilla y lo arrastraba al fondo del lago para siempre. Les tuvo miedo mucho tiempo, pero ahora ya no. Ahora los hipopótamos no son lo que le provoca más pavor del lago. A sus 17 años, Mbodou tiene terrores más perversos. A los que caminan en la noche, por ejemplo. –Boko Haram siempre llega cuando anochece. Si te encuentran, te degüellan. Les gusta hacer eso. La banda yihadista Boko Haram ha convertido el lago Chad en un nido de serpientes. Originario del norte de Nigeria, el grupo fundamentalista, cuyo nombre en lengua hausa se traduce como “La educación occidental es pecado”, se replegó a finales del 2014 ante la presión de una fuerza multirregional y llevó su veneno al lago fronterizo entre Camerún, Níger, Nigeria y Chad. Resultó un escondite ideal. El descenso de las aguas del lago por el calentamiento global y el riego excesivo porque la población en sus orillas no deja de aumentar —hace medio siglo ocupaba una superficie similar a la de Galicia, hoy se ha reducido a la mitad—, generó un laberinto de islas y canales donde el ejército no se aventuraba a entrar. El lago se convirtió en zona prohibida. Por eso, porque se movían a sus anchas, los barbudos destrozaron impunemente la vida de Mbodou.
LA HUELLA DE BOKO HARAM
Escapó después de negarse a convertirse en yihadista y ahora intenta rehacer su vida
Era una buena vida. Sus padres tenían una casa en la isla de Galoa, rebaños de vacas y cabras y ahumaban suficiente pescado para alimentarle a él y a sus cinco hermanos y cuatro hermanas. Vivían sin excesos, pero los días eran fáciles y tranquilos. Hasta que una noche todo cambió.
En el pueblo de Melea, en la orilla chadiana donde ahora vive Mbodou, el sol del mediodía
calienta inmisericorde y transforma la brisa en una bola de algodón tibia que se introduce
en la nariz y la garganta. Mbo-dou señala un chamizo de paja para charlar a la sombra, lejos de oídos indiscretos. A cada lado de la cara tiene dos cicatrices, escarificaciones que definen su etnia: buduma, la tribu que durante siglos ha habitado las islas del lago. Viste una túnica naranja y marrón y se sienta de cuclillas para vomitar su dolor. Lo hace sin preámbulos, directo a la yugular.
Los barbudos, dice, llegaron a la isla por la noche, les reunieron en el centro del pueblo y le cortaron el cuello a un hombre delante de todos. Eran unos veinte hombres armados y advirtieron que si no les seguían, tendrían el mismo final. Les siguieron todos.
Eran 700.
En el campamento yihadista donde les llevaron había 3.000 personas, entre guerrilleros, sus familias y otros rehenes. Los extremistas implantaron normas estrictas: cualquier hurto para calmar el hambre se castigaba con la amputación de una mano y jugar a fútbol, con la pena de muerte. Los organizaban en grupos para orar. “Nos gritaban que rezábamos mal”. Mbodou aún tiene pesadillas porque vio cómo torturaron a una niña de 14 años que se negó a tener sexo con un guerrillero o cómo degollaban a quienes intentaban escapar.
Durante un año y unos meses –Mbodou perdió la noción del tiempo– aquella isla fue su cárcel. Sobrevivió porque conocía el oficio de las redes y se hizo necesario.
–Me pegaban si no traía suficientes peces, pero lo prefería a coger un arma. Yo no quería matar.
Otros eligieron cooperar. Algunos de sus amigos y vecinos optaron por alistarse. Aceptaron un arma y combatieron a las fuerzas nigerianas y atentaron en mezquitas, escuelas o mercados. Mbodou no les culpa. “Si no se iban con ellos, los iban a matar, así que no tenían opción. Algunos se unieron por miedo, otros por interés. Con ellos podías robar. Si estás con Boko Haram no pagas por la comida, no pasas hambre, puedes hacer pillajes y casarte con mujeres”.
Si con apenas seis mil guerrilleros bien entrenados, según la inteligencia estadounidense, la banda nigeriana ha protagonizado una década de carnicerías —alrededor de 30.000 muertos, 2,5 millones de desplazados y miles de secuestros, las 219 niñas de Chibok entre otros– es porque ha sabido aprovechar la miseria que golpea la región.
En los peores días del conflicto, el grupo ofreció 400 dólares, una motocicleta y una esposa a quien luchara con ellos. En una zona pobre, con una alfabetización del 14%, tasas de desempleo del 80% y donde la dote –un pago en dinero o vacas a la familia de la chica– es obligatoria para casarse, la oferta atrajo a cientos de jóvenes. Lo de menos era la religión.
Mbodou se negó a ese camino fácil aunque sabía que si aceptaba ser uno de ellos su vida de recluso mejoraría. Urdió otro plan. Pese al riesgo de que le mataran si
las cosas se torcían, decidió huir. Se alejó en la canoa y al pisar tierra firme caminó durante dos días sin mirar atrás. Cuando se le acababan las fuerzas, unos desconocidos le dieron comida y le ayudaron a terminar con aquella pesadilla. Mbodou, dice, es feliz por haber salido con las manos limpias.
–Estoy orgulloso de haber llegado así hasta aquí.
El yihadismo avanza imperturbable por todo el cinturón africano. Desde el Sahel al lago Chad y Somalia, diversos grupos yihadistas expanden su odio hacia quien no piensa como ellos. La raíz del desastre es similar: ocurre en zonas olvidadas, míseras y con un Estado hueco y corrupto, que a menudo se escuda en la lucha antiterrorista para abusar de la población civil.
A Mbodou, la sinrazón de la violencia yihadista casi le costó la vida, pero se negó a combatir y escapó de sus garras. Pudo ser un demonio de la noche y prefirió ser persona. Un ser humano. Ahora, mientras trata de rehacer su vida en una tierra yerma, sólo pide dos cosas: paz y volver a ser quien fue.
–Si tuviera dinero me gustaría comprar redes para pescar. Con una piragua y redes podría sobrevivir. A parte de eso, no sé qué podría hacer.