La infancia y la juventud de Adolf Hitler fueron más bien grises. Nacido el 20 de abril de 1889 en Braunau am Inn, una aldea austríaca no muy lejos de la frontera alemana, era hijo de Alois Hitler, un agente de aduanas alcohólico y agresivo, y de Klara Hitler, una católica devota.
Fue un estudiante indolente que no acabó la secundaria y que, muertos sus padres, malvivió en Viena hasta que estalló la Primera Guerra Mundial. El Ejército fue su salvación, y, terminado el conflicto bélico, logró quedarse en sus filas en calidad de espía.
Los militares temían el clima de agitación en el que había nacido la República de Weimar, por eso vigilaron a los partidos revolucionarios. Fue así como Hitler acabó en un mitin del Partido Obrero Alemán, pero allí descubrió sus cualidades de orador y se olvidó de sus tareas de espionaje, haciéndose miembro de la formación.
Tres años después ya era el líder (a partir de entonces pasó a llamarse Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán), y había reclutado a una legión suficiente de seguidores –y de matones, los llamados “camisas pardas”– como para emprender una intentona golpista.
El Putsch de Múnich fracasó, pero su estancia en la cárcel le sirvió para empezar a escribir Mein Kampf. A su salida, la mejoría económica le hizo perder acólitos, pero en 1929 la Gran Depresión le dio otra oportunidad para utilizar el descontento popular en pro de su causa del odio.
En las elecciones parlamentarias de 1932 no fue capaz de obtener una mayoría cualificada, pero se aprovechó hábilmente de la pusilanimidad del presidente Hindenburg para que en 1933 le nombrara canciller. Ese año se produjo el incendio del Reichstag (el Parlamento alemán), cuya autoría aún no está clara, pero que los nazis utilizaron como pretexto para aprobar un primer decreto que suspendía garantías constitucionales.
Le siguió la ley habilitante de 1933, que acabó con la separación de poderes y allanó el camino para establecer un Estado ya puramente totalitario. Ahora sí, Hitler tenía la posibilidad de llevar a la práctica lo que se había propuesto en Mein Kampf: liberar Europa de judíos e invadir el este hasta Rusia para obtener un Lebensraum (espacio vital para la raza aria) a costa de los eslavos.
El descalabro de la Wehrmacht en Stalingrado y la entrada de Estados Unidos en la guerra se lo impidieron. Acabó sus días suicidándose, el 30 de abril de 1945, en su búnker de Berlín, junto con su mujer, Eva Braun. Tras de sí dejaba seis millones de judíos muertos en campos de concentración y exterminio.
Pintor fracasado
De adulto diría que fue un artista incomprendido, pero lo cierto es que en su juventud trató dos veces de entrar en la Academia de Bellas Artes de Viena, y en ambas lo rechazaron por falta de talento.
Héroe de la Gran Guerra
Durante la Gran Guerra demostró ser un soldado arrojado, ganándose dos Cruces de Hierro; sin embargo, nunca ascendió más allá del grado de cabo. Sus superiores lo consideraban inadecuado para el mando, y un psiquiatra militar llegó a decir que era “peligrosamente psicótico”.
La sospechosa relación con su sobrina
Entre 1925 y 1931, Hitler tuvo una relación muy extraña con su sobrina Geli Raubal (1908-1931), que acabó suicidándose. Fue extremadamente controlador con ella, y según el nazi Otto Strasser, le obligó a realizar prácticas sexuales perversas, un extremo nunca confirmado.
Vegetariano y animalista
Alrededor de 1937 empezó una dieta vegetariana. En principio fue por recomendación médica, pero es sabido que abominaba el maltrato animal; de hecho, promulgó leyes al respecto.
Abstemio pero drogadicto
No fumaba ni bebía, pero Hitler tomaba anfetaminas, barbitúricos, opiáceos y cocaína, y a medida que la guerra empeoraba, se fue haciendo cada vez más adicto a este cóctel.