El rocambolesco origen de la expresión “salvado por la campana”
Expresiones
Hay dos teorías sobre los orígenes de la expresión “salvarse por la campana”. Las dos son igual de increíbles, pero solo una es cierta
Caso resuelto: el misterio de la expresión “pensar en las musarañas”
Circula por Internet una historia rocambolesca sobre el origen de la expresión “salvarse por la campana”, que, según la Real Academia Española, se refiere al que “se libra de una situación comprometida por una interrupción oportuna”. Según esta versión, el dicho surgió en el siglo XV, por la costumbre de algunos de hacerse enterrar con un hilo atado a la muñeca, que conduciría hasta una campanita en la superficie, por si acaso.
El temor a ser enterrados vivos siempre ha estado ahí, especialmente cuando la medicina no era depósito de la misma confianza que hoy en día. Velamos a los muertos para rezar por sus almas, y porque es terapéutico “despedirse” de ellos, pero también porque antaño ese par de días servían para asegurarse de que el difunto no hacía como Lázaro y se ponía a andar.
Hay dolencias que se pueden confundir con un deceso, como el coma o la catalepsia. En casos extremos, esta última provoca rigidez total de los músculos, pérdida de la sensibilidad, lentitud en el pulso y la respiración, e incluso que la piel se torne pálida; y, potencialmente, que a uno lo den por muerto antes de tiempo.
No sabemos si fue coma o un ataque de catalepsia, pero es justo lo que le pasó a santa Teresa de Jesús en 1539. Ya le habían dado la extremaunción, envuelto en un sudario y puesto cera en los ojos (para que no quedaran entreabiertos), cuando de repente se despertó y vivió cuarenta y tres años más.
Todo es cierto, menos que desde la Edad Media los hay que se han hecho enterrar con un timbre. Es un anacronismo creado a partir de la narrativa de terror del siglo XIX, que halló un filón literario en el miedo a la “falsa muerte”. Un buen ejemplo es El entierro prematuro (1844), un cuento de terror de Edgar Allan Poe que trata sobre un hombre afectado de catalepsia que se fabrica un féretro con una campanilla.
Se sabe que en el siglo XIX sí se llegaron a diseñar ataúdes de este tipo, pero en términos generales fue una práctica residual. Además, en este caso es irrelevante, pues el origen de nuestra expresión está perfectamente acreditado... y no tiene nada que ver.
El modismo es un préstamo del inglés –lengua en la que también se usa–, porque viene del boxeo, deporte que nació en Inglaterra, como “estar contra las cuerdas”, “en la cuerda floja”, “tirar la toalla” y tantos otros.
Se empezó a usar a partir de 1867, cuando entraron en vigor las llamadas “reglas de Queensberry”, aún vigentes. Se llaman así porque las redactó John Sholto Douglas, el 9.º marqués de Queensberry.
A más de uno el nombre le resultará familiar, pues fue el padre de Alfred Douglas, el amante de Oscar Wilde. El mismo que hizo la vida imposible al escritor por haberse enamorado de su hijo, el que le mandó la célebre nota llamándolo “sodomita” y logró que acabara arruinado y en la cárcel.
Pese a ser considerado un bruto –así lo definieron sus contemporáneos–, parece que a lord Queensberry le empezó a preocupar el cariz violento que estaba tomando su deporte favorito. Como no había normas, en los ambientes más tabernarios a veces los combates acababan con uno de los púgiles muerto.
Sus normas introdujeron la obligatoriedad del uso de guantes, la prohibición de los abrazos, el conteo de diez segundos antes del nocaut, y, lo que aquí nos interesa, los asaltos de tres minutos. Cumplido ese tiempo, suena una campana y los púgiles tienen que dejar de golpearse. A más de uno que estaba siendo zurrado el final del asalto lo salvó de perder el combate –o algo más–, y de ahí nuestra expresión.