Edgar Allan Poe, el escritor incomprendido
Vivió entre tinieblas, marcado por el genio y la locura, hasta que el mundo reconoció tras la Primera Guerra Mundial su papel revolucionario en la novela detectivesca.
La farándula decidió que Edgar Allan Poe naciera en Boston, ciudad donde se encontraba en 1809 la compañía de teatro ambulante en la que trabajaban sus padres. Poco después, David Poe abandonó a su mujer, y con tan solo dos años el pequeño Edgar quedó huérfano. Fue adoptado por un rico plantador de Richmond (Virginia), pero el nuevo padre, John Allan, tuvo siempre sus reservas respecto a la procedencia del pequeño. Se mantuvo distante y nunca quiso legalizar la adopción.
Tras una larga estancia en Gran Bretaña, de 1815 a 1825, Edgar volvió a los Estados Unidos e ingresó en la universidad. Su protector quería hacer de él un gran comerciante o, en el peor de los casos, un buen abogado. Sin embargo, el joven pasaba los días leyendo a lord Byron y atesorando poemas. Harto de imposiciones familiares, dejó la oficina en la que le habían puesto a trabajar al abandonar los estudios y huyó a Boston.
Escritor incomprendido
Mucho se ha dicho de la relación de Poe con el alcohol, y lo cierto es que fue una bomba de relojería para su débil corazón y agudizó sus crisis nerviosas y depresiones. De los 18 en adelante, la vida de Poe basculó entre la genialidad y la locura, el póquer y las deudas, condenado a vivir con lo justo.
Edgar Allan Poe elevó las posibilidades del cuento al infinito y reinventó la novela detectivesca.
Ni la estancada América sureña ni la vanguardia intelectual de las ciudades del norte valoraban el talento de un hombre que veía cómo escribía una obra tras otra sin alcanzar una vida digna. La razón era sencilla: Poe no encajó nunca en la América del progreso, del optimismo y de la fe ciega en los valores morales que abanderaban los estados del norte.
Gracias a la ayuda de pequeñas imprentas y de amigos del Ejército –del que fue expulsado en 1831 por mala conducta–, pudo publicar sus primeros libros de lírica, como Tamerlán y otros poemas, aunque al poco tiempo abandonó este género para rendirse ante las ventajas del relato corto, mucho más rentable. El autor elevó las posibilidades del cuento al infinito y reinventó la novela detectivesca, cuya patente explotaron después autores como Arthur Conan Doyle. El láudano, un sedante para el dolor de muelas, y sus visitas a tabernas colaboraron en el imaginario colectivo con el morbo y la curiosidad, hasta que se terminó adjudicando a Poe el papel de intelectual maldito.
Surge la leyenda
Así creció la leyenda negra forjada por biógrafos y detractores. Sus escudos protectores en vida fueron su tía Clemm y su prima Virginia, que le seguían allá donde fuese. Ellas fueron su blindaje contra la soledad y las tentaciones alcohólicas, porque, como decía de él Julio Cortázar, “el más solitario de los hombres no sabía estar solo”. Virginia se convirtió en su esposa con apenas 14 años, aunque en el registro civil constara que tenía 21.
En el terreno periodístico el escritor no tuvo compasión. En sus críticas literarias abría en canal sin reparos y se negaba a asociar buenos libros con valores puritanos. Esto le valió enemigos acérrimos. Sus artículos multiplicaban la tirada de las revistas y enriquecían a los editores, mientras él percibía un sueldo mísero. Sus cuentos veían la luz con asombrosa proliferación, aunque su gran sueño nunca se materializó: fundar su propia revista.
El poema 'El cuervo' era leído y recitado en todos los círculos literarios anglosajones, aunque Edgar seguía siendo poco valorado como autor.
Aun así, en 1844, en las afueras de Nueva York, surgió El cuervo, la obra que permitió a Poe poner un dedo en el cielo. Desde entonces, el poema fue celebrado y recitado en todos los círculos literarios del mundo anglosajón, aunque el escritor continuara siendo poco valorado.
Poe no pudo saborear sus éxitos mucho tiempo. La tuberculosis se llevó a Virginia, y su muerte representó un duro golpe para él. Cuando parecía recuperado y se disponía a contraer un nuevo matrimonio con Elmira Royster, enlace que podía abrirle las puertas de la alta sociedad, sufrió una última recaída que le arrastró definitivamente al delirio. Lo encontraron desaliñado, sumido en sus fantasmas, en una taberna donde los partidos políticos invitaban a beber a los pordioseros a cambio de votos. Murió pocos días antes de su boda en un hospital de Baltimore. Sus últimas palabras fueron: “Que Dios ayude a mi pobre alma”.
Este artículo se publicó en el número 419 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.